Federico Morgenstern sostuvo en 2014 que “no hay un imperativo constitucional que imponga la exclusión de la prueba ilegal”. El doble estándar en la Causa Cuadernos y las filtraciones del Lago Escondido Gate.
El fallo del juez federal Sebastián Ramos en plena feria judicial para abortar una investigación sobre presunta corrupción del ministro de Seguridad y Justicia porteño (de licencia) Marcelo D’Alessandro tropezó con una inesperada refutación. Uno de los principales asesores del vicepresidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz, redactó en 2014 una tesis para la maestría de Derecho Penal de la Universidad Di Tella (que se publicó en un Tratado de Derecho Constitucional de la editorial jurídica Abeledo Perrot) sobre «la relativización de la regla de exclusión de prueba ilegal».
Federico Morgenstern, secretario letrado de Rosenkrantz, advirtió en aquel trabajo que «la exclusión probatoria indiscriminada y automática es una solución equivocada» y recomendó: «el sistema vigente debe ser reconfigurado». Morgenstern escribió también el único libro argentino sobre la «cosa juzgada írrita» en materia penal, que prologó el propio Rosenkrantz.
Al cerrar la investigación sobre los chats de D’Alessandro con Silvio Robles –alter ego del presidente de la Corte, Horacio Rosatti–, el juez Ramos recogió un dictamen del fiscal Carlos Stornelli sobre «aquellas supuestas comunicaciones que podrían haber sido obtenidas ilegalmente, producto de presuntas maniobras de inteligencia ilegal». Convalidar una investigación en ese escenario «colisionaría con los más básicos e irrenunciables principios constitucionales».
La mirada de Stornelli podría aplicarse tanto a la causa por las filtraciones de los chats como a la Causa Cuadernos. Los cuadernos (fotocopiados, quemados, desquemados y redactados de un tirón según demostró un peritaje) tienen tantas o más características de ilegalidad que los chats filtrados.
Morgenstern –quien escribió su obra académica mucho antes de las causas Cuadernos y Chats– afirmó que «no hay un imperativo constitucional que imponga la exclusión de la prueba ilegal». Eso sí, fijó un límite, en consonancia con la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH): «los casos de tortura y/o presión física o psicológica». Si la prueba ilegal es arrancada bajo tortura resulta inaceptable; lo demás, se puede (y debe) discutir.
«Propongo un esquema normativo alternativo, basado en una ponderación que incorpore y le dé peso a factores como el descubrimiento de la verdad, la necesidad de mantener una justicia funcional y eficaz, la existencia de cierta proporcionalidad entre la intensidad de la lesión producida y la gravedad del delito investigado».
En la Causa Chats, el juez Ramos explicó: «El único motor de arranque de esta investigación penal sería una conducta presuntamente ilícita, lo que iría directamente en detrimento de las más básicas garantías constitucionales de nuestro país».
¿Es realmente así? ¿O acaso la maquinaria judicial contribuyó a frustrar la investigación de un escándalo de presunta corrupción, prevaricato y tráfico de influencias con un apego legalista que aplica selectivamente según la cara del sospechado?
«Es realmente fácil, demasiado simple, hacer que un proceso penal fracase y brindarle así impunidad al mayor criminal. La potencial connivencia entre abogados defensores y policías o peritos corruptos sería (o mejor dicho es) difícil, casi imposible de probar. (…) Si el Estado excluye ese material probatorio también se está contaminando moral y políticamente porque el juez pasaría a ser un encubridor obligado de la maniobra», sostiene el trabajo del asesor de Rosenkrantz.
La denuncia que facilitó el veloz cierre sin investigación de las supuestas actividades de D’Alessandro (sobres con dinero y contratos presuntamente amañados) y su relación con la mano derecha del cortesano Rosatti fue formulada por el abogado Gastón Marano. No se trata, por cierto, de un denunciador serial de esos que abundan en Comodoro Py 2002. La vicepresidenta, Cristina Kirchner, recordó que es el defensor de uno de los detenidos por atentar contra su vida. Y que cuando ocurrió el intento de magnicidio asesoraba a un integrante de Juntos por el Cambio en la Bicameral de Inteligencia del Congreso.
Para el fiscal Stornelli, la denuncia de Marano no podía investigarse por «la existencia de obstáculos legales insalvables que impedían analizar el fondo de los hechos, ello a la luz del deber de promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad y de representar los intereses generales de la sociedad».
¿Cuáles son esos intereses?, ¿qué es lo que le interesa a la sociedad?, ¿quién tiene autoridad moral para esa exégesis?
«La solución al uso de prueba ilícita no es evidente, porque hay muchos intereses válidos involucrados y además en el plano nacional y regional no hay una previsión legal expresa que la prohíba. No pienso que la regla de exclusión deba ser abrogada, sí reevaluada y usada en un espectro de casos mucho más acotado que en la actualidad», sostiene Morgenstern en su obra.
Si, como se cacarea desde algún sector político, existe un clamor popular contra los actos de corrupción, ese reclamo no puede ser selectivo. No se puede ser tolerante con el delito cometido por amigos o afines sociales y políticos, e implacable sólo con los enemigos.
«Imaginemos una investigación penal por un mega caso de corrupción gubernamental. Cualquier infracción a un derecho individual de cualquier imputado tumbaría la potestad punitiva estatal», desafía el colaborador de Rosenkrantz en su trabajo.
Eso fue lo que pasó en la Causa Chats.
¿La postura de Morgenstern significa avalar actos ilegales? De ninguna manera. Tampoco implica que Rosenkrantz aplicará esa visión si la Causa Chats llegara a la Corte. «Pero a veces el respeto por las formas se convierte en perversión de las mismas; es paradójico que en muchas instancias los mismos sectores (nominalmente entregados a la lucha a favor de los derechos individuales y a reducir el poder punitivo estatal, pero en los hechos dedicados en los últimos años a fortalecer estrategias de imputación contrarias a las garantías individuales y a festejar prisiones preventivas y condenas a cadena perpetua) que en ciertas situaciones de la vida institucional menosprecian las formas como pura cosmética de un esquema burgués o liberal, alegan que la valoración de pruebas ilícitas es un ultraje a la integridad judicial y el Estado de Derecho», fustigó el trabajo del asesor del vicepresidente de la Corte. «
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