CONTRAOFENSIVA CELESTE

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Por Sol Prieto* La incorporación masiva del feminismo a la arena política a partir de 2015 generó una intensa dinámica de contramovilización al calor de la cual católicos militantes y evangélicos volvieron a mostrar su fuerza en las calles, en las redes sociales y en los medios de comunicación. Desde entonces el debate sobre el aborto se ha instalado en la sociedad y la política en un contexto de institucionalización del feminismo argentino.

El debate en torno a la legalización del aborto en 2018 representó un paso central en la disputa de los movimientos feministas y de la diversidad por derribar las exclusiones y desigualdades sobre las cuales se erige un orden sexual al que consideran marcadamente injusto. Desde una perspectiva feminista, la idea de sexualidad como un fenómeno sujeto a la reproducción es un pilar ideológico del sometimiento de los cuerpos, los roles y las vidas de las mujeres. Esto se debe a que, si la sexualidad es sinónimo de reproducción, entonces ser mujer es sinónimo de ser madre (o potencial madre) y por lo tanto la voluntad de las mujeres se omite para organizar sus vidas en función de las necesidades de otros agentes tales como sus hijos, sus maridos, sus padres o el Estado. Por lo tanto, la pelea por el aborto legal implica, para las feministas, un esfuerzo por romper el lazo entre sexualidad y reproducción y, de ese modo, debilitar el orden que se desprende de esta relación.

Catolicismo y politización de la demografía

Durante el siglo XX, la Iglesia católica fue una institución clave a la hora de defender este orden sexual. En su esfuerzo por catolizar la nación, especialmente desde la década de 1930, la familia (monogámica y heterosexual) aparecía como un espacio privilegiado en el cual podían confluir sin tensiones el proyecto nacional y el proyecto católico. Sin embargo, la fuerte desconfianza del movimiento católico respecto a la capacidad de las mujeres de tomar decisiones sobre su reproducción, y el consecuente despliegue de estrategias políticas específicas para evitar su autonomía sexual y reproductiva, constituye un fenómeno relativamente reciente. Si bien la mirada tutelar sobre las mujeres y sus cuerpos tiene una larga tradición en una de las instituciones más patriarcales del mundo occidental, el foco sobre lo reproductivo se profundizó luego del Concilio Vaticano II y, especialmente, a partir del surgimiento y la rápida masificación de la píldora anticonceptiva. En 1968, luego de intensas discusiones que atravesaron desde espacios encumbrados de la Iglesia católica hasta organizaciones católicas de familias y comunidades de base, la Encíclica Humanae Vitae se opuso a los métodos anticonceptivos con excepción de la abstinencia.

Esta posición fue leída como una respuesta política a la preocupación del Gobierno estadounidense por la “explosión demográfica” en los países periféricos y las consecuencias geopolíticas que la misma podía tener. En esta respuesta confluyeron con la posición institucional de la Iglesia diversas tendencias nacionalistas y antiimperialistas que, en Argentina, abarcaron una amplia gama de actores que iban desde el gobierno de la autoproclamada Revolución Argentina hasta el peronismo (1). De hecho, en el último gobierno de Perón, se dictaron medidas que buscaban restringir el acceso a la píldora. Para estos sectores el hecho de que la tasa de fecundidad estuviera disminuyendo en América Latina al mismo tiempo que Estados Unidos promovía políticas de control de la natalidad, implicaba una estrategia geopolítica que buscaba someter a los países del Tercer Mundo reduciendo a su población. En este contexto de alta politización de la demografía, gran parte del arco político coincidía en que no se podía dejar las decisiones reproductivas en manos de las mujeres.

Sin embargo, las mujeres insistían en decidir. La venta de píldoras anticonceptivas no disminuyó debido a las regulaciones estatales y, de acuerdo a una encuesta del Centro Latinoamericano de Demografía de 1965, el 77,1% de las mujeres católicas habían usado anticonceptivos o se habían practicado abortos en Buenos Aires (2). La última dictadura militar, a pesar de su vínculo simbiótico con la Iglesia católica, no modificó esta situación ni persiguió especialmente a las mujeres que se realizaran abortos. A la inversa, si bien el Gobierno de Raúl Alfonsín avanzó hacia una mayor autonomía del Estado respecto a las posiciones doctrinales de la Iglesia católica (fundamentalmente en lo referido al divorcio vincular y la patria potestad para las mujeres), la derogación de varios decretos sancionados durante la Revolución Argentina implicó un retroceso en la interpretación del Código Penal de 1921 respecto a la interrupción voluntaria del embarazo.

El gobierno de Menem reforzó aún más este pacto político no escrito en torno a la ilegalidad del aborto y mantuvo una política de clara complementariedad con la Iglesia católica en varios niveles. El presidente mantuvo un diálogo fluido y permanente desde el inicio de su mandato con el obispo Antonio Quarracino mientras este fue presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) y, si bien el intento de establecer el “derecho a la vida desde la concepción” en la reforma constitucional fracasó, la Iglesia encontró en Menem a un presidente cuya posición oficial ante temas sexuales y reproductivos coincidía con la doctrina católica y la defensa del llamado “niño por nacer”. Esto se tradujo en dos resultados. Por un lado, la no adhesión al Protocolo de la CEDAW (Convención sobre la Eliminación de Todas Formas de Discriminación Contra la Mujer, por sus siglas en inglés), debido a que la Iglesia consideraba que el mismo promovía el aborto. Por otro lado, la declaración en 1998 del 25 de marzo como “Día del Niño por Nacer”, fecha en que los católicos recuerdan el momento en el cual un ángel le anunció a la virgen María que quedaría embarazada y engendraría a Jesús. Además, si bien la definición de “vida” como algo que ocurre desde “la concepción” no está presente en la Constitución Nacional, sí lo está en varias constituciones provinciales (Buenos Aires, Córdoba, Salta, Tucumán, Catamarca, San Juan, San Luis, Santiago del Estero, Formosa, Río Negro, Chubut y Tierra del Fuego), debido a la capacidad de las diócesis (y de la jerarquía eclesiástica) de poder incidir más en estos debates.

Pluralismo visible y disputa política

A pesar de los esfuerzos de la Iglesia católica y de sectores importantes de la política de mantener un orden sexual cristiano, la sociedad argentina siguió haciendo lo que le parecía más conveniente hacer, y pensando lo que le parecía más lógico y auténtico pensar. El crecimiento de esta tendencia en el campo religioso implicó un proceso de desinstitucionalización (desapego de los mandatos morales de las instituciones), individuación (relación cuentapropista con lo sagrado) y pluralización (más opciones legítimas de creer, practicar y pertenecer).

Para dar solo algunos ejemplos, de acuerdo a la primera Encuesta Nacional Sobre Creencias y Actitudes Religiosas, realizada en 2008 por el Programa de Sociedad Cultura y Religión del CEIL-CONICET, el 69,1% de los católicos en Argentina, ligeramente por encima de la población general (63,9%), consideraba que el aborto debía estar permitido al menos en algunas circunstancias; el 60,5% estimaba que se les debería permitir el sacerdocio a las mujeres; el 79,3% consideraba que a los sacerdotes se les debía permitir formar una familia; el 80,8% pensaba que las relaciones sexuales antes del matrimonio eran una experiencia positiva, y el 93% estaba de acuerdo con que en las escuelas se enseñaran todos los métodos anticonceptivos.

Durante el kirchnerismo, estas ideas y representaciones que circulaban por la sociedad civil se trasladaron a una agenda política, sobre todo a través del Congreso, aunque también vía otras instituciones. De este modo, la diversidad de sujetos, opiniones y actitudes ante las decisiones identitarias, sexuales y reproductivas se volvió visible en el espacio público y se convirtió en una disputa política en la cual la Iglesia católica, en tanto institución, se vio debilitada a la vez que movilizada.

El caso de la Ley de Matrimonio Igualitario fue un punto de inflexión en este proceso, ya que la legalización de las uniones matrimoniales entre parejas del mismo sexo amplió los márgenes de las normatividades sociales y sexuales en Argentina, en tanto y en cuanto la heteronormatividad dejó de ser un sistema hegemónico en la legislación. En aquel entonces, el Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se refirió a este proyecto como “una movida del Diablo” y el golpe de sentido para la mayoría de las instituciones religiosas fue tan duro que ocurrió algo inédito en la historia de nuestro país: los católicos y los evangélicos coordinaron esfuerzos de lobby y movilización para evitar la sanción de esta ley (3).

Este debate abrió paso a toda una agenda nueva, relativa a las decisiones personales y las autonomías de las personas sobre sus cuerpos y sus proyectos de vida (y muerte), en la cual la Iglesia católica fue perdiendo capacidad de incidencia. En 2012, durante el debate de la ley de muerte digna, múltiples agentes católicos se movilizaron en contra. Decían que dotar de autonomía a los pacientes terminales para rechazar la hidratación y la alimentación mediante directivas anticipadas era una forma de ejercer una “eutanasia pasiva” y alertaban sobre la posibilidad de que las clínicas y hospitales utilizaran esta legislación para reducir costos. El poder de la Iglesia católica de movilizar e influir sobre este debate fue reducido. La CEA emitió un comunicado luego de sancionada la ley, alertando sobre sus riesgos.

Ese mismo año ocurrió algo similar con la ley de identidad de género, que reconoció la identidad de género autopercibida como un derecho humano. La CEA emitió una breve declaración luego de que fuera sancionada. Teniendo en cuenta el tono de otros documentos respecto al género (entendido por la Iglesia católica como una “ideología”), las críticas al proyecto fueron moderadas y contemplativas de la situación y los reclamos de las personas trans. Para los obispos, si bien había que tener en cuenta “el significado objetivo del dato biológico como elemento primario” de la identidad, no había que desconocer el sufrimiento de las personas trans en Argentina.

Al año siguiente, la ley que incluyó las técnicas de reproducción asistida dentro del plan médico obligatorio fue aprobada por amplia mayoría en ambas cámaras, aún cuando la CEA planteó que debía estar prohibida pero que, en caso de que se promovieran legalmente técnicas de fecundación in vitro, los embriones debían tener los mismos derechos que aquellos implantados en el útero.

En el ámbito del Ejecutivo, las tensiones con los elementos más moralizantes y doctrinarios de la Iglesia católica también se pusieron de manifiesto. Durante el kirchnerismo, se eligieron funcionarios laicos y no vinculados a familias católicas tradicionales en la Secretaría de Culto. Con la reforma de la Corte Suprema, se promovió a dos mujeres que habían sido criticadas por la jerarquía de la Iglesia debido a sus opiniones respecto de la interrupción voluntaria del embarazo (IVE). En las Naciones Unidas se defendieron posiciones que se encontraban en contra de las opiniones del Vaticano e incluso se nombró a una embajadora feminista. Los fondos destinados a las iniciativas de caridad promovidas desde las organizaciones vinculadas a la Iglesia se redujeron proporcionalmente respecto al presupuesto de los programas sociales dependientes del Estado. Se quitó el rango al obispo militar Baseotto luego de que dijera que el entonces ministro de Salud, Ginés González García, debía ser “arrojado al mar con una piedra de molino atada al cuello”. El tradicional Te Deum de cada 25 de mayo en la Catedral Metropolitana dejó de llevarse a cabo para ser reemplazado por celebraciones litúrgicas en distintos puntos del país.

En el ámbito del Poder Judicial, la Corte Suprema determinó a través del fallo F.A.L., de 2012, que cualquier aborto de un embarazo producto de una violación es legal para la mujer y para el personal médico que produzca la interrupción del embarazo. A la vez, llamó a todos los Poderes Judiciales de las provincias a dejar de perseguir los casos de aborto no punible (por riesgo de salud o por violación), y requirió al Poder Ejecutivo nacional, así como a las provincias, que crearan e implementaran protocolos para remover cualquier tipo de barrera que impidiera que estos abortos se pudieran practicar. Aún cuando el fallo F.A.L. implicó un avance en términos de acceso al aborto, también abrió un campo de batalla en términos judiciales y de disputa política por los protocolos. La estrategia católica contra las interrupciones legales del embarazo (ILE) consistió, en general, en la acción coordinada de organizaciones no gubernamentales que, al enterarse de un caso, realizaban un pedido de amparo a jueces con antecedentes contrarios a esta práctica o conservadores respecto a otras cuestiones personalísimas; y de grupos pequeños pero intensos y vocales que actuaban directamente en los centros de salud, muchas veces en connivencia con el capellán, “escrachándolos” con pintura, realizando instalaciones con símbolos sagrados en la vereda, rezando en un tono de voz alta y utilizando megáfonos, hostigando al personal de los centros de salud y, en algunos casos, a las mujeres embarazadas, en general producto de una violación. La sanción de protocolos provinciales también fue producto de fuertes pujas políticas. En la actualidad, hay cinco provincias que no tienen protocolo para interrupciones legales del embarazo (Formosa, Tucumán, Santiago del Estero, San Juan y Corrientes) y diez que, según la Dirección de Salud Sexual y Reproductiva del Ministerio de Salud de la Nación deben ser actualizados (Córdoba, Mendoza, Chaco, Misiones, Neuquén, Salta, Santa Cruz, Catamarca, Chubut, y Río Negro).

En 2013, la unción de un papa argentino generó varios movimientos, discusiones y cambios en los discursos y las agendas, tanto del peronismo como del antiperonismo. Estos cambios fueron desde la utilización de distintas expresiones del papa como eslóganes, políticas y en general como discurso (“Tierra, techo y trabajo”, “hagan lío”, “cuidar la casa común”, entre otras) hasta la creación de organizaciones como los Misioneros de Francisco, basadas en capillas concebidas como espacios liminares entre la política y la religión (unidades básicas y espacios de culto al mismo tiempo) (4). Sin embargo, estas dislocaciones no se tradujeron directamente en un cambio de las políticas públicas ni de la posición general del Gobierno respecto a los derechos individuales, con la excepción de algunas negociaciones en el proyecto de reforma del Código Civil.

Movilización y reacción

Aun cuando un ex arzobispo de Buenos Aires había sido nombrado papa, el movimiento católico aparecía como un actor en retirada respecto a los debates en torno a la autonomía de las personas sobre sus cuerpos y sus decisiones. Pero esto pronto comenzaría a cambiar. El 3 de junio de 2015, cientos de miles de mujeres marcharon contra los femicidios bajo la consigna “Ni una menos. Vivas nos queremos”. En aquella marcha participaron casi todos los partidos y organizaciones políticas, así como de la sociedad civil. Inclusive la Acción Católica Argentina, una de las organizaciones más masivas en la historia del movimiento católico, formó parte de la movilización, marchando con la consigna “Ni una menos. Valoremos y respetemos la vida siempre, de punta a punta”. Esta última aclaración (“de punta a punta”) anunciaba las tensiones de los próximos años: el subtexto de esta consigna era que los femicidios eran equivalentes a los abortos y que, por lo tanto, si las mujeres querían vivir una vida libre de violencias, debían desistir del reclamo de legalización.

Luego de esta primera marcha, múltiples cambios se aceleraron en la política argentina. Un nuevo movimiento de cambio social masivo se incorporó a la arena pública, incrementó la participación y sobre todo la visibilidad de las mujeres en partidos, sindicatos y organizaciones sociales y estudiantiles, promovió su organización para la acción colectiva, generó nuevos cuadros políticos, cambió profundamente las organizaciones, las leyes, y la agenda. Dentro de esta agenda, la legalización del aborto pronto adquirió un lugar central en la disputa de los movimientos feministas y transfeministas, ocupando el lugar que en un principio tuvo la lucha contra la violencia de género.

Fue así que en 2018, un proyecto de legalización del aborto por plazos llegó al recinto del Congreso por primera vez. El 6 de marzo de ese año la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal Seguro y Gratuito presentó por séptima vez su proyecto de Ley de IVE. El Gobierno no tomó una posición determinada: no impulsó su sanción ni la impidió. Quienes tenían posturas pro-legalización dentro de la coalición de Cambiemos, destacaban que el Presidente Mauricio Macri “habilitó el debate”. El resultado es conocido. Luego de intensas jornadas de discusión, Diputados lo aprobó en la mañana del 14 de junio (129 votos a favor, 125 en contra, 1 abstención) pero el 8 de agosto no logró la mayoría de los votos en la Cámara de Senadores (38 en contra y 31 a favor, 2 abstenciones y 1 ausencia). Pese a que la ley no pasó, las discusiones parlamentarias, en los medios de comunicación, en las escuelas, en las familias, permiten pensar que se dio un cambio en la percepción social del aborto, una mayor apertura para su discusión, una circulación amplia de los argumentos a favor y en contra y la posibilidad de visibilizar la adhesión a una postura, por ejemplo, con el uso del pañuelo verde, símbolo distintivo de la Campaña que fue usado por primera vez en el Encuentro Nacional de Mujeres de 2003 por iniciativas de Católicas por el Derecho a Decidir y que desde 2018 cientos de mujeres llevan anudados en sus mochilas, o de su contrapunto, el pañuelo celeste con el slogan de Salvemos las dos Vidas. Grupos de actrices, estudiantes, universidades, cantantes, manifestaron su posición favorable a la legalización, sumándose a históricas activistas feministas de esta causa, quienes habían también ampliado sus bases discursivas y políticas al proponer el derecho a la IVE a las personas con capacidad de gestar, y de esa forma incluir a varones trans.

Este evento abrió una dinámica de movilización y contramovilización al calor de la cual católicos militantes y evangélicos volvieron a mostrar su fuerza en las calles, en las audiencias públicas, en las redes sociales y, en menor medida, en los medios de comunicación, cuestionando ya no solo la legalización del aborto sino también a la educación sexual integral. Luego del debate sobre el aborto, varios grupos pequeños de padres y madres comenzaron a acudir a las escuelas a enfrentar a maestras y autoridades para que sus hijos e hijas no recibieran educación sexual teñida por la “ideología de género”. La consigna, que circuló ampliamente por grupos de whatsapp y redes sociales, era “#ConMisHijosNoTeMetas”. Curiosamente, una ley que había sido sancionada en 2006 por amplia mayoría, luego de una cuidadosa negociación con la jerarquía de la Iglesia católica y sus especialistas educativos, que en general no había recibido mayores cuestionamientos y se había implementado con el consenso de las comunidades educativas, repentinamente aparecía como un foco de conflicto fuerte. Los y las activistas de la derecha religiosa, luego del desafío del aborto legal, aparecían con más bríos y fuerza en la esfera pública. A la vez, los y las activistas de izquierda comenzaron a hacer cada vez más hincapié en el diagnóstico de que la legalización había fracasado debido a las presiones del Vaticano y la falta de laicidad del Estado. Este diagnóstico, que ya era compartido en espacios feministas y LGBTTIQ, amplió sus alcances y produjo su propio símbolo con un pañuelo naranja que lleva la consigna “Iglesia y Estado, asunto separado” que, aunque en menor medida que el pañuelo verde, también adquirió cierta masividad, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires. La convocatoria de las apostasías colectivas, aun tratándose de un fenómeno reducido, se amplió en varios puntos del país luego del rechazo del proyecto de IVE en la Cámara de Senadores. Es en el marco de esta dinámica de movilización y contramovilización que el proyecto se vuelve a discutir en el Congreso. Pero más allá de los grupos organizados ¿qué opina la sociedad argentina?

Creencias y opiniones ante el aborto en 2020

De acuerdo a un informe del CEIL- CONICET basado en la Segunda Encuesta de Creencias y Actitudes Religiosas (5), el 79,1% de la población que vive en Argentina considera que el aborto debería estar permitido al menos en algunas circunstancias. Esto incluye a quienes piensan que el aborto es un derecho de la mujer (27,3%) y a quienes consideran que el aborto debe estar permitido sólo en algunas circunstancias, tales como los casos de violación, riesgo de la vida de la mujer o malformación del feto (51,8%). El 18,7% considera que debería estar prohibido en todos los casos, y solo el 2,2% se declara indeciso (“no sabe”).

Esto significa que se duplicó la proporción respecto al 2008 de quienes afirman que el aborto es un derecho de la mujer, pasando del 14,1% al 27,3%. El debate público y la circulación generalizada de información sobre el tema podrían explicar este cambio. El porcentaje de quienes consideran que el aborto debería ser legal solo en determinadas circunstancias se redujo del 63,9% al 51,8% respecto a 2008. En cambio, el porcentaje de personas que rechazan el aborto en todos los casos se mantuvo casi constante, pasando del 16,9% en 2008 al 18,7% en la actualidad. Los indecisos se redujeron en más de la mitad, pasando de un 5,1% a un 2,2%.

Cuando se observa la distribución de opiniones de acuerdo a la adscripción religiosa, es posible notar que los y las católicas están mayoritariamente a favor de la despenalización en algunas circunstancias (57,7%), las personas sin filiación religiosa apoyan mayoritariamente el aborto como derecho de las mujeres (58,4%), y los y las evangélicas son quienes más apoyan la idea de que el aborto debería estar prohibido en todos los casos (41,9%). Para dimensionar este porcentaje, es relevante marcar que sólo el 17,2% de las y los católicos están de acuerdo con esta opinión.

Mientras que el género no aparece como una variable relevante a la hora de comprender la variación de opiniones, dado que no hay diferencias significativas entre mujeres y varones sino que las variaciones son tan reducidas que se encuentran dentro del margen de error, la edad sí parece ser un dato relevante para entender estas tendencias. Las personas más jóvenes (18 a 29 años) consideran en mayor porcentaje que el aborto debe ser un derecho y una decisión de las mujeres (31,8%), mientras que entre las personas mayores de 65 años aumenta la tendencia a opinar que el aborto debe estar prohibido en todos los casos (26,9%).

El nivel educativo constituye otro factor relevante. Entre quienes tienen como máximo nivel de estudios alcanzado el universitario, prevalece la opinión de que el aborto es un derecho de las mujeres (49,1%). En el resto de los sectores educativos, la opinión sobre la despenalización se concentra mayoritariamente en que el aborto debería estar permitido en algunas circunstancias. Además, a menor nivel educativo, mayor es la tendencia a considerar que el aborto debe estar prohibido en todos los casos. En la población “sin estudios”, este porcentaje asciende al 37,5%. Probablemente, esto se debe a que los evangélicos se concentran en los estratos más populares: representan el 26,2% de las personas sin estudios, el 21,5% de las personas cuyo máximo nivel alcanzado es la escuela primaria, el 12,5% de las personas cuyo máximo nivel es la secundaria, el 7,5% de las personas con estudios terciarios y el 8,9% de las personas con nivel universitario.

Lo que está en juego

Debido a esta particular distribución de las opiniones, la disputa acerca del sentido que las mujeres pobres otorgan al aborto, al embarazo y a la maternidad ocupa gran parte del debate actual. Como en un espejo, ante el argumento de las feministas de que las mujeres pobres arriesgan su salud y su vida en abortos clandestinos mientras que las de mayores recursos abortan sin riesgos, desde los sectores “pro-vida” se sostiene que las mujeres pobres quieren ser madres, quieren tener recursos para engendrar y criar niños y niñas, y se oponen, por lo tanto, al aborto legal. Desde esta perspectiva, sostenida no solo por especialistas religiosos de la Pastoral Villera sino también por algunos dirigentes políticos, el reclamo por la legalización del aborto constituye una suerte de infiltración de los sectores acomodados que no tienen conciencia de cómo es la vida en los barrios, a la vez que un producto del lobby estadounidense, británico y liberal, a través de organizaciones como Planned Parenthood y Amnistia Internacional. En estos discursos, resuenan los ecos de aquellos de la década de 1960 sobre el imperialismo y la batalla demográfica.

De 2018 a la actualidad, el movimiento “pro-vida” o “celeste” desarrolló una estrategia de convocatoria en el espacio público cada vez más visible. Además, potenció sus vínculos con sectores ultraliberales identificados con las derechas alternativas (“alt-right”) de otras partes del mundo, a la vez que consiguió una mayor llegada a sectores del espectáculo que son una parte importante de su estrategia electoral (el caso de Amalia Granata, diputada provincial de Santa Fe desde 2019 es un ejemplo de esto). Al mismo tiempo, la Iglesia católica se encuentra ante un panorama complejo respecto al aborto: si bien en Polonia existe un avance claro por parte del Gobierno ultraderechista del Partido Ley y Justicia (PiS) para restringir al máximo el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, en Irlanda (un país donde más del 75% de la población se considera católica) el aborto se legalizó en 2018. Más allá de estos dos casos, la tendencia en América Latina podría avanzar hacia la legalización si en Argentina la discusión se resuelve en este sentido. Por este motivo, el papa Francisco comparó el aborto con un asesinato y a los médicos que los realizan con sicarios, en una carta que envió a un grupo de mujeres militantes de las villas 31 y Rodrigo Bueno y luego lo volvió a hacer en otra carta, dirigida a sus ex alumnos del Colegio de la Inmaculada Concepción. La CEA, por su parte, convocó a una marcha hace dos semanas a través de un comunicado de la comisión episcopal para la Vida, los Laicos y la Familia, a cargo del obispo Pedro Laxague.

A la vez, el feminismo argentino se encuentra en una etapa de institucionalización: el Gobierno de Alberto Fernández creó, por primera vez, un Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad y, más allá de esta nueva institución, muchas feministas ocupan cargos relevantes de toma de decisión tanto a nivel nacional como en las provincias y los poderes legislativos. Esto hace que la legalización del aborto constituya un punto de inflexión, dado que el costo político de una derrota puede ser alto para un movimiento de cambio social que se está institucionalizando. En el caso de que triunfe la legalización, la implementación de esta política pública implicará una serie de esfuerzos y disputas en un país federal en el que conviven muchas culturas políticas y en donde las relaciones entre la política y lo sagrado varían de región en región. Pero ese será un problema del futuro. El resultado de hoy es un paso necesario en esa dirección. Mientras tanto, en la Argentina se producen alrededor de 450.000 abortos clandestinos por año. Las mujeres siguen insistiendo.

* Socióloga, becaria doctoral (CEIL-CONICET).

© Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur

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