MIEDO

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El temor al contagio regional y el dolor por una historia familiar relacionada con la dictadura militar. 

Escribo esta nota cuando debería estar escribiendo un recurso de Casación. Por arbitrariedad de sentencia. Pero no puedo. Porque hace horas que no dejo de llorar. No solo por tristeza.

Veo lo que pasa en Bolivia. Y me espantan. Me asusta. Me horroriza. Soy clase ’76. Si las cuentas de mi madre son certeras, fui concebida la noche del 24 de marzo, mientras prendidos a la radio mis padres se enteraban del golpe militar. No sé mayores detalles y jamás pregunte por prudencia y pudor. Mi mamá estaba embarazadísima de mí cuando vinieron los milicos a buscar a mi papá. La ataron a una silla. La imagino pelirroja, bellísima y perfectamente maquillada como siempre fue, atada a esa silla. No sé si lloró, porque mi mamá no llora. Se emociona mucho, pero llorar no es su fuerte. Enloquece a veces, pero ni llora ni pide disculpas. Sé que tenia miedo. Miedo que mi papá llegara y se lo llevaran. Que la lastimaran a ella o al bebé que iba a ser yo unos meses después. Sé que después de horas estaba exhausta y adolorida. Sé que cuando se fueron los militares logró desatarse y temblando de miedo salió a buscar un teléfono para llamar a mi abuelo Carlos, su papá, que vivía en San Juan. Se le contó lo que había sucedido y sé que mi abuelo tomó el auto y manejó como enloquecido a Mendoza. Y sé también que mi mamá se metió en un cine, sola y muerta de miedo a esperar que mi abuelo llegara.

A mi papá, mi abuelo Carlos se lo llevó a San Juan. Mi terca madre decidió quedarse en Mendoza hasta terminar su residencia. Allí vivíamos cuando nací, en una familia que fue en sus primeros tiempos de mujeres. Mi abuela Ruth, que vino de San Juan a cuidar a su hija y a su primera nieta, y Doña Celia, la señora que trabajaba en casa y que cuando mi madre se volvió a San Juan, se vino con nosotras. Mi mamá siempre cuenta que en los días posteriores al parto, cuando refugiada en el vapor de la sopa de pollo de mi abuela y ante la maravilla del bebé que nació con los ojos abiertos y escrutadores, fue cuando perdió el miedo que no se le había ido del cuerpo desde esa tarde atada. Pero hoy, a 43 años de esa tarde, aun tiene pesadillas en las que le grita a los militares que la tienen atada en una silla mientras acechan a su marido.

Crecí con mis tíos en el exilio, con las noticias de los muertos, con las cosas que susurraban los adultos cuando creían que los niños no escuchábamos. Pero no crecí con el miedo de los grandes. Sentados los niños en la alfombra del comedor de mis abuelos, nos burlábamos de bigotudo que hablaba en la TV. Y los grandes se reían como locos y yo no comprendía el gesto de resistencia y rebeldía que significaban esos adultos festejando con nosotros nuestras burlas infantiles, ante lo que a ellos les daba miedo.

Entendí la espesura del miedo una siesta de diciembre del 2001. Había vuelto de Córdoba, donde estudiaba, a pasar las fiestas en familia. El mundo se caía en mil pedazos y hacía un calor de mil demonios. La siesta no tenía más ruido que el lento circular de los ventiladores. Con mis hermanos estábamos viendo la tele y de pronto en Crónica empezaron a mostrar una exhibición militar de archivo. Sonó entonces la fanfarria militar y mi papa se levantó agitado, con los ojos saliéndoseles de las órbitas, y gritando “¿hay un golpe?”. Y se largo a llorar cuando se convenció que no había tal golpe. Comprendí entonces el miedo que durante más de dos décadas mis padres habían tenido en el cuerpo y que continuaba ahí, acechado como alguna vez los habían acechado a ellos los militares.

Cuando Mauricio Macri ganó las elecciones en el 2015 mis padres se ofrecieron a pagarme un posgrado fuera el país. Cualquier cosa que me sacara de Argentina. Estaban asustados. Ya lo habían planteado cuando tomé la defensa de Héctor Timerman. Les atemorizaba una suerte de complot de espías y gente oscura que imaginaban cerniéndose sobre mi cabeza. Justo me había enamorado por esos días. No solo no sentía miedo, sino que me sentía invulnerable y eterna. No tenía miedo y tampoco iba a irme. Les explique que estaban exagerando. Que nada iba a pasarme. Y que yo no molestaba nadie como para poner en riesgo mi seguridad. Y que en la Argentina vivimos en democracia. Que lo que les había pasado a ellos era imposible que pasara acá y ahora. Mucho menos a mí, que soy fundamentalmente inofensiva. El que se terminó yendo, fue aquel del que me había enamorado. Entonces conocí el dolor y dejé de ser invulnerable. Pero seguí sin sentir miedo. Hasta hoy.

Hoy hubo un golpe de Estado en Bolivia, contra un presidente constitucional. Pero no solo me dio miedo que en un país tan hermano hubiese un golpe de Estado, sino que me asustó la vocación justificadora de una parte de la sociedad argentina frente a la barbarie.

Voy a señalar esto con absoluto convencimiento. Nada de lo que le enrostren a Evo Morales puede justificar la interrupción del orden constitucional.

El 21 de febrero de 2016 se realizó un referéndum en Bolivia. Se discutía si era viable modificar la Constitución del país para permitir la reelección del presidente por más de dos periodos. El resultado del referéndum fue negativo. Recuerdo haber pensado entonces la similitud de los resultados de esas elecciones en Bolivia (51% para el No a la reelección y el 49 % para el SI), con las recientes elecciones en la Argentina en el 2015. La grieta no parece ser solo argentina.

A finales del noviembre de 2017, el Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia dictó la sentencia 0084/2107 en la que se habilitaba a todos los funcionarios cuyo cargo es de origen electoral a presentarse indefinidamente a elecciones. Ello en virtud de considerar que, en base a un control de convencionalidad de los artículos que prohibían la reelección, los mismos resultaban contrarios a la letra de los tratados internacionales de Derechos Humanos. De modo similar a lo que sucede en la Constitución argentina con el artículo 75, inciso 22, la Constitución de Bolivia (llamada Constitución Política del Estado) establece en su artículo 410.II, que el bloque de constitucionalidad, integrado por los Tratados y Convenios internacionales en materia de derechos humanos y normas de derecho comunitario, ratificados por el país, y tratándose de derechos humanos, el artículo 256.I de la CPE, cede su jerarquía normativa a favor de ellos, indicando que los Tratados y Convenios internacionales en la materia, que declaren derechos más favorables a los contenidos en la Constitución, se aplicarán de manera preferente sobre ésta. Por ello declaró contrarios al derecho convencional las prohibiciones respecto a la reelección.

El fallo generó polémica, aunque en aquella oportunidad, Luis Almagro, director de la OEA, consideró en similares términos que impedir la postulación de Evo era discriminación.

Cuando se convocaron a elecciones en el año 2019, tanto la oposición como el oficialismo presentaron sus candidaturas y consideraron legitimas las elecciones convocadas este año. Incluso Carlos Diego de Mesa Gisbert, el principal candidato opositor quien ya había sido presidente de Bolivia antes de Evo Morales, señaló su confianza en que ganaría las elecciones. Cineasta, periodista, licenciado en Ciencias Políticas y en Letras y dos veces presidente de un club de fútbol que salió campeón nacional, Mesa incluso fue vocero de Bolivia en la demanda por el acceso al mar contra Chile. Yo recuerdo la parte final de su gobierno, allá por el 2005 cuando la masiva huelga por la nacionalización del gas en Bolivia retuvo en el país al hombre maravilloso del que me había enamorado en aquellos días. Sin duda fue el hombre más maravilloso que quise nunca. Tan pájaro él. Recuerdo aun su voz en el contestador diciéndome que en cuanto pudiese salir de Bolivia regresaría a la Argentina y mi angustia en una espera que fue agónica.

Sin duda, en una región como América Latina, la figura de Evo fue siempre incómoda para el poder tras bambalinas. A la creciente mejora de condiciones de vida de millones de bolivianos, al cambio de variables de distribución de la riqueza en beneficio de los sectores populares, la economía virtuosa cuyos índices eran la envidia de países en donde paulatinamente crecía la pobreza, la desigualdad y los gobiernos con rasgos de derecha, el discurso emancipador y profundamente latinoamericanista de Evo se tornaba cada vez mas intolerable. Y Morales nunca bajo el tono de su disputa por la construcción de sentido en la Patria Grande. Era imprudente. Y para muchos que veíamos con desolación la destrucción de UNASUR y el empoderamiento de gobiernos de derecha en la región, Evo era una voz que nos traía esperanza y consuelo de tiempos mejores. En privado discutíamos los límites de la sociedad boliviana para soportar la creciente tensión. Y las consecuencias del fallo del tribunal boliviano. Incluso la racionalidad de permitir la reelección indefinida. Y no todos estaban cómodos con esa idea.

La sucesión de noticias falsas como un presunto hijo abandonado de Morales, la adulteración de informes de organismos internacionales como el BID y el FMI y hasta una foto fraguada con un mediocre fotoshop para hacer figurar a Evo comiendo con capos del narcotráfico fueron moneda frecuente durante los últimos tiempos del gobierno de Evo Morales. Porque no hay puja distributiva o electoral en estos tiempos que no cuente con sus fake news de ocasión.

Creo que debimos habernos dado cuenta entonces de lo que estaba pasando. Y como los estrategas del poder central ya estaban instalando los odiosos anticuerpos contra Evo Morales. Pero no nos dimos cuenta. Lo necesitábamos tanto como faro en tiempos oscuros que no nos dimos cuenta. O no quisimos verlo.

La locura en la que vivimos en la Argentina este año, tan electoral, me impidió seguir con atención el proceso electoral en Bolivia. Ráfagas de informaciones que daban cuenta del creciente enfrentamiento entre ambos candidatos. Nuestras propias elecciones, lo que sucedía en Chile. Las elecciones en Bolivia fueron el 20 de octubre. Estábamos a 7 días de nuestras propias elecciones. El lunes 21 de octubre sabíamos que algo estaba pasando. Esa noche cenábamos con Ari Lijalad y llamamos a nuestra amiga Gabriela Montaño, entonces ministra de Salud de Evo.

Ella nos explicó lo que había sucedido, nos tranquilizo respecto a los resultados finales y nos despedimos con promesas de asados a fin de año. Chile ardía ya de furia en las calles y la OEA y su director ejecutivo, Luis Almagro preferían hablar de un presunto fraude en Bolivia y no de la sangre que nuevamente estaba pintando las calles de Santiago. Era y es aún hoy, indignante el silencio sobre las muertes, las torturas, las violaciones que azotaban Chile de la mano de Piñera y su cinismo.

El 27 de octubre ganamos en primera vuelta las elecciones presidenciales en Argentina. Mientras hacíamos el escrutinio definitivo, el 31 de octubre di una disertación en Rosario junto con Rafael Valin, director del Instituto Internacional de Lawfare. Él me adelanto que debía ser prudente con la información, pero que era probable que en menos de dos semanas saliese un fallo de la Corte Suprema de Brasil que implicaría la libertad de Lula Da Silva. Volví a Buenos Aires esperanzada. Mientras tanto Evo había convocado a la OEA a realizar una auditoría sobre las elecciones en Bolivia, cuyos resultados finales daban una ventaja superior a los 10 puntos y garantizaban el triunfo en primera vuelta.

El jueves 7 de noviembre estaba rumbo a un asado cuando me entere que el Supremo Tribunal de Brasil había dictado la esperada sentencia. Y grite con emoción largamente contenida por casi dos años “Lula Livre” y me largué llorar de alivio en ese taxi. El viernes salió en libertad Ignacio Lula Da Silva. Y comenzaron los disturbios en Bolivia. Ya no era Mesa sino un fanático religioso llamado Camacho quien tenía la voz cantante en Bolivia. No solo pedían nuevas elecciones. Pedían la proscripción de Evo Morales. Y su renuncia. La policía se levantaba en armas contra el pueblo. Las Fuerzas Armadas se declaraban neutrales y se negaban a obedecer al Presidente.

El domingo 10 de noviembre me levanté con Evo convocando a nuevas elecciones, luego de que se filtrara un informe de la OEA señalando que había habido irregularidades en las elecciones de Bolivia y que recomendaban realizar nuevas elecciones. Pese a lo que decían los diarios, el informe no menciona la palabra fraude. Un par de horas después unos señores con uniforme militar pedían la renuncia de Evo Morales y la violencia comenzaba a desatarse con furia renovada en las calles de Bolivia.

Todo lo que vino después fue dolor. Como un video clip del espanto. Y en la tarde del domingo 10 de noviembre de 2019 el presidente constitucional de Bolivia, Evo Morales renuncio a su cargo. Lo hizo en nombre de la paz y para evitar el derramamiento de sangre en Bolivia. Mientras Evo hacía ese gesto de grandeza final, los saqueos y la persecución se volvió un espanto.

“Es una cacería… nos están cazando”, me escribió un amigo boliviano con quien no logre contactar por horas luego de ese mensaje. Y entonces conocí al miedo.

Empecé a escribir esto sin saber si Evo Morales estaba aún vivo. Hace apenas minutos lo leí en Twitter y espero que no lo hayan cazado y que encuentre refugio en un país más solidario que la Argentina gobernada por Macri.

Tengo miedo por Evo Morales. Rezo para que no lo maten. Tengo miedo por mis amigos bolivianos y sus familias. Tengo miedo por quiénes no son mis amigos pero siento hermanos de la Patria Grande que soñaron desde Bolívar hasta Néstor Kirchner.

Algunos acá niegan que se trate de un golpe militar. “Evo renunció”, dicen. Sí, señores, Yrigoyen también renuncio. Miren si un papel suscripto a punta de pistola sobre el pueblo y sobre un dirigente va a definir si es o no un golpe de Estado. Me avergüenzan los que afirman eso. Y celebro los pocos radicales dignos que salieron a repudiar el golpe de Estado sin medias tintas y con toda claridad. Ricardo Gil Laavedra y Guillermo de Maya, entre otros.

Otros dicen para negar que se trata de un golpe, que Evo se lo buscó o que lo sucedido en Bolivia es para defender la democracia. Curiosa defensa de la democracia que la veja de modo salvaje y cruel. Cínicos que no pueden con el enanito fascista que habita dentro de sus cabezas. Cínicos y falsarios.

No hay excusa alguna que permita justificar la interrupción del orden constitucional. No importa si estas o no de acuerdo con Evo Morales. No se trata de Evo, se trata de la democracia. Democracia en un país que ha suscrito tratados de derechos humanos con los organismos de sistema interamericano.

¿Estás en desacuerdo con Morales? Vas a la justicia de Bolivia. ¿No te da la razón? Vas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o a la Corte o a la Asamblea de la OEA. Tenes opciones infinitamente mejores, más democráticas y más pacificas que levantar las armas contra el pueblo.

Porque levantar las armas contra el pueblo NUNCA es una opción. Es un golpe de Estado.

No señores, no me vengan con eufemismos. Es un golpe de Estado. No señores, no me digan que hay razones que ameritan la interrupción democrática. Es un golpe de Estado. No señores, no afirmen que cuidan la democracia y la república. Es un golpe de Estado. Lo contrario a democracia. Lo contrario a república.

Escribo esto con miedo, por primera vez en mi vida. No solo por la vida de personas que estimo. Sino por la vida misma de muchos que no conozco. Me siento atrapada en en una película clase B, en blanco y negro. Con monstruos berretas, pero que dan miedo. Con discursos que creí que no iba a escuchar jamás. Y con demasiados voceros oficiosos que no sienten pudor en defender la barbarie. Aunque busquen razones para intentar embellecer su miseria intrínseca.

Y también tengo miedo por la democracia de la región. Y también por la democracia argentina. Por la reeditada alianza del poder permanente contra los gobiernos que no le rinde pleitesía. Tengo miedo por el regreso de los golpes de Estado sin buenos modales. Porque ha habido otros golpes de Estado, pero recubiertos de una pátina de institucionalidad, que no por falsa e impostada dejaba de proteger a las pobres víctimas, al menos en que no corrían riesgo sus vidas. Y solo eso no les quitaba lo horrible, pero si lo macabro.

Tengo miedo por ellos y también tengo miedo por nosotros. Y por el pueblo latinoamericano al que nadie defiende. Tengo miedo y espanto de la tierra abonada con sangre. Tengo miedo y repugnancia de los violentos y de los estúpidos.

Soy católica, y de pronto me están exhibiendo la tumba de Cristo, con sus restos mortales ahí. Todo aquello en lo que creo y creí siempre se ha puesto en crisis. Tengo miedo y desconcierto. Por la democracia, que es mi otra fe. Tan inexplicable y cierta como mi fe en Dios.

Por primera vez en mi vida conocí el miedo.

(De El Destape)

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