El 9 de septiembre de 2002, Edwin “Buzz” Aldrin se hartó. Dijo basta. Mientras estaba por ingresar junto a su hijastra a un hotel en Beverly Hills, el ex astronauta fue sorpresivamente emboscado por un documentalista llamado Bart Sibrel, quien entre empujones y gritos lo desafió a jurar sobre una Biblia que realmente había caminado sobre la Luna.
Primero con diplomacia y luego con hastío, Aldrin intentó alejarse, pero Sibrel lo siguió hasta la calle junto a un camarógrafo. El hombre, uno de los más empedernidosnegadores del alunizaje, estaba descontrolado: “Usted es un ladrón, mentiroso y cobarde”, exclamó.
Frustrado por tantos ataques a la verdad, el héroe estadounidense de por entonces 72 años no aguantó más. Apuntó y lanzó un derechazo que aterrizó en la mandíbula de su acosador.
Desde hacía años, Sibrel había estado asediando a los doce hombres que pisaron la Luna para sus documentales Astronauts Gone Wild y A Funny Thing Happened on the Way to the Moon, con los que pretendía, y aun pretende, convencer al mundo mediante evidencias falsas que los alunizajes entre 1969 y 1972 fueron un engaño orquestado para recuperar el por entonces golpeado orgullo estadounidense.
Hace 50 años, el módulo “Águila” de la misión Apollo XI aterrizó en la Luna. Hay pruebas irrefutables: 382 kilogramos de rocas recolectadas en seis misiones; experimentos aún en funcionamiento; la corroboración independiente de Rusia, Japón y China; imágenes de sondas que muestran las huellas dejadas por los astronautas en el polvo lunar. Y aún así, los negadores persisten, se reproducen generación tras generación, en cada clic, en cada video subido por un Youtuber que reclama atención.
Las encuestas de opinión indican que entre el cinco y el diez por ciento de los estadounidenses desconfían de la versión oficial de los eventos. En Inglaterra, uno de cada seis británicos duda. Mientras que más de la mitad de los rusos están convencidos de que se trata de una “gran mentira estadounidense”.
Un escritor y su panfleto
Instaladas desde hace décadas en el imaginario colectivo, estas suposiciones (en lugar de “teorías”) tienen su epicentro. Unos 400.000 empleados de la NASA trabajaron en conjunto para poner a Neil Armstrong y Buzz Aldrin en la Luna pero solo bastó un hombre para echar un manto de duda sobre uno de los hitos más trascendentes de la humanidad: Bill Kaysing, un escritor desilusionado con el gobierno estadounidense. Fue él quien por su cuenta publicó en 1974 un panfleto titulado We never went to the moon(Nunca fuimos a la Luna), que alimentó a una legión de disconformes, hambrientos de conspiraciones.
Nos gusta pensar que vivimos en una época en la que impera la razón, en la que el conocimiento científico, además de mejorar nuestra calidad de vida, emana de los laboratorios, fluye de institutos y universidades hacia la sociedad. Hasta que nos golpeamos con la realidad: no solo aún impera la superstición -como se vio durante el reciente eclipse con la recurrente aparición de astrólogos como expertos- sino que subsisten quienes creen que el Holocausto nunca ocurrió, que las vacunas causan autismo o que el cáncer puede curarse con pensamientos positivos.
La irrupción de internet vigorizó estas conjeturas no verificables, expandió su negocio: hizo que los creyentes se encontrasen, reforzando en el proceso sus convicciones como la que asegura que los alunizajes fueron montados bajo la dirección artística de Stanley Kubrick.
La persistencia de estas ideas atrajo el interés de investigadores que analizan el fenómeno como vía de acceso a las patologías mentales de una sociedad. Como señala el psicólogo inglés Michael Wood de la Universidad de Kent, las ideas conspirativas se nutren de la desconfianza de los relatos oficiales y son impulsadas por un efecto psicológico conocido como “sesgo de confirmación”, o la tendencia a buscar y encontrar evidencia que confirma lo que ya se cree e ignorar hechos que lo contradice.
Con cada aniversario del alunizaje, los negacionistas vuelven a emerger, recargados con actitudes anticientíficas que, lejos de ser inocuas, conllevan un potencial desestabilizador. Como indica el sociólogo italiano Moreno Mancosu de la Universidad de Turín: “Las ideas conspirativas, conformadas por actitudes sospechosas hacia el establecimiento político y científico, pueden poner en peligro la democracia y socavar la confianza en las instituciones y las autoridades públicas”.
El ex historiador en jefe de la NASA Roger Launius lleva cinco décadas combatiéndolas. Fuera y dentro de su propio hogar: “Atrapado por la emoción de aquel verano de 1969, no pude entender la negación de mi abuelo, para quien tal hazaña tecnológica simplemente no era posible -recuerda el autor del magnífico libro Historia de la Exploración Espacial (Grijalbo) editado recientemente en el país-. Lo que más me preocupa es que, a medida que los alunizajes se adentran en el pasado y menos personas los recuerdan, estas peligrosas ideas podrían esparcirse aún más”.
Así, hasta consolidarse con el tiempo y volverse falsas memorias, recuerdos ficticios de hazañas que decidimos negar.
Por: Federico Kukso/La Nación