Mucho más que una consigna bonita, el derecho a la ciudad nos obliga a pensar el acceso a los bienes urbanos más allá de nuestra capacidad económica. Postales de Berlín, Bogotá y Buenos Aires.
En el verano de 2005 estaba fascinado con una banda del estilo de Franz Ferdinand llamada The Futureheads. El estilo era similar -guitarras angulares y sonido new wave– pero sus letras me recordaban más al giro irónico y desapegado de los Talking Heads. Una de las canciones llevaba el sugestivo título de “The City Is Here for You to Use” y en su estribillo repetía:
La ciudad está ahí para que la uses
Solo tenés que
cubrir los costos
cubrir los costos
cubrir los costos
cubrir los costos
Dieciocho años después, la ciudad sigue ahí. También su crisis de vivienda, un servicio deficiente de transporte público y espacios públicos degradados o enrejados. Por eso, en la columna de esta semana vamos a hablar del derecho a la ciudad.
La ciudad como producto
El concepto del derecho a la ciudad fue desarrollado por primera vez por Henri Lefebvre, uno de los grandes sociólogos del siglo XX. La figura de Lefebvre es interesantísima y merecería una columna aparte, pero digamos para resumir que si bien se lo considera de tradición marxista, fue expulsado del Partido Comunista Francés por sus posturas heterodoxas y su énfasis en el estudio de la vida cotidiana.
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“¿No es en la vida cotidiana donde el hombre debe vivir su vida plena? La teoría de los momentos sobrehumanos es inhumana… el hombre será cotidiano, o no será”, dijo en 1947.
Lefebvre se interesó por las costumbres y los gustos, las modas, los artistas, las mujeres trabajadoras y los personajes anónimos del mundo moderno: para él, la poesía de Baudelaire, el teatro y hasta el cine eran centrales para desentrañar los diferentes aspectos de nuestra cotidianidad, la cual consideraba indisociable de la figura de la ciudad moderna.
Esto nos lleva a su otra gran obra, El derecho a la ciudad, en la que el filósofo francés plantea una distinción entre la ciudad como obra (destinada a su valor de uso) y como producto (destinada al valor de cambio, al mercado). Se trata de una mirada crítica del devenir urbano bajo el capitalismo, resumida en este muy buen artículo:
“Con la subordinación de la ciudad al valor de cambio, la mayoría de los ciudadanos son alejados de los procesos que van dando forma a la urbe, convirtiéndose en simples consumidores, son recluidos en su vida privada y no sólo están subordinados a los procesos económicos, también están alejados de la vida pública, política, que organiza su ciudad y su sociedad; no deciden sobre muchas de sus acciones cotidianas, (…) sobre la forma en que ha de producirse el espacio urbano, ni sobre el modelo de ciudad que quieren habitar.”
Sus observaciones cobran aún más sentido en el contexto del modernismo funcionalista, el modelo urbano dominante de la posguerra, con su ciudad fragmentada (con su separación tajante entre la fábrica, el centro comercial y las áreas residenciales), sus monstruosos conjuntos habitacionales y su sistemática destrucción del patrimonio histórico.
Frente a esto, Lefebvre propone el ejercicio del “derecho a la ciudad”, que no es más que la reapropiación de la ciudad por parte de los ciudadanos. Y en una lógica muy propia de 1968 plantea que quienes deben hacerla propia no son sólo los obreros sino también los estudiantes, intelectuales, los desempleados, las mujeres, los niños, en fin, todos aquellos dejados de lado por la lógica de la valorización espacial.
“El derecho a la ciudad se manifiesta como forma superior de los derechos: el derecho a la libertad, a la individualización en la socialización, al hábitat y al habitar. El derecho a la obra (a la actividad participante) y el derecho a la apropiación (muy diferente del derecho a la propiedad) están imbricados en el derecho a la ciudad”, escribió.
Como una empresa
Pocos años tras la publicación de su libro, con la crisis del petróleo y el declive del Estado de Bienestar, y en el marco de una progresiva reducción de las transferencias federales hacia los gobiernos metropolitanos, las ciudades dieron un giro empresarialista.
Bajo el mandato de mayor austeridad, las ciudades desarrollaron una serie de actividades vinculadas a la autopromoción, el marketing territorial y la creación de zonas empresariales, tal como explicó David Harvey, uno de los discípulos de Lefebvre.
Los gobiernos locales dejaron de lado la planificación urbana y abrazaron un modelo de gobernanza (palabra proveniente de las técnicas de gestión de la empresa) donde el mecanismo estrella es la cooperación público-privada. Un ejemplo concreto: la creación de nuevos espacios verdes no se piensa más en función de la capacidad estatal de desarrollar parques y plazas en áreas críticas sino a partir de áreas verdes y “plazas de bolsillo” cedidas por el desarrollador privado. A esta plaza la cuidan Sevel y usted.
Algunos de los problemas del pasado -como la excesiva separación de sectores de la ciudad funcionalista- fueron parcialmente superados, pero otros no hicieron más que profundizarse, en un contexto de tercerización y privatización de las funciones que antes cumplía el Estado.
Hace unos años entrevisté a Saskia Sassen, profesora de la Universidad de Columbia y autora de Global Cities, obra clásica del campo de los estudios urbanos, y le pregunté por este borramiento de roles.
“Existen dos maneras de embellecer a la ciudad”, me dijo Sassen. “Una es con edificios lindos que existen en un mundo de riquezas. Otra es hacer foco en el espacio público y el transporte… aunque también sabemos que muchos de los espacios que creemos públicos son en realidad privados.”
Sassen me dijo que un caso paradigmático de este fenómeno era Potsdamer Platz, en Berlín.
Interludio por Berlín
Tras la caída del Muro, el gobierno le vendió a Sony y Mercedes Benz -y a precio de ganga- dos enormes terrenos ubicados en el centro de la ciudad. Las discusiones en torno a las alturas y las tipologías de este “nuevo Berlín” se sucedieron a lo largo de casi toda la década del noventa e incluyeron peleas legendarias entre los inversores privados, los estudios de arquitectos y el Senado berlinés.
El espacio resultante -un Sony Center, un showroom de Mercedes Benz, un hotel Hyatt, un McDonald’s y un cine Imax que luego cerró para meter un “office campus”- es hoy el área más artificial de Berlín, un espectáculo urbano regido por las lógicas del shopping, la gastronomía y el entretenimiento.
“En lugar de una dialéctica entre el espacio público (la calle) y el espacio privado (la manzana), la calle quedó relegada a una función puramente de servicio o desaparecida por completo: sólo queda el espacio privado, controlado por intereses privados”, dijo la arquitecta Brena Larissy.
“El edificio ya no es un componente que encaje en un orden urbano general: su forma y su imagen constituyen por sí solas el nuevo orden y la nueva escala de la ciudad. El papel de la arquitectura en la ciudad ha pasado a parecerse más a la arquitectura de los suburbios, con la interiorización del espacio y la exclusión de cualquier relación urbana externa significativa”, agregó.
El acalorado debate en torno al rediseño de Potsdamer Platz puso en escena la tensión entre los principios de una ciudad “abierta” y democrática, legislada por una autoridad municipal que representa intereses públicos, y una corporación privada que -esperablemente- solo cuida sus propios intereses.
Acaso sin saberlo, fue una muestra de un cambio fundamental que estaba teniendo lugar en gobiernos locales de todo el mundo.
Un picnic en Puerto Madero
Aquellos interesados en temas urbanos recordarán que la audiencia pública más masiva en la historia de la Ciudad de Buenos Aires tuvo lugar en pandemia tras la aprobación, en primera lectura, de un proyecto del oficialismo que buscaba permitir edificios de hasta 29 metros de altura en los terrenos de Costa Salguero.
Además de la construcción de edificios en altura, la iniciativa del gobierno de Horacio Rodríguez Larreta proponía un cambio de usos para estas 16 hectáreas frente al río, incluyendo hoteles cinco estrellas, pinturerías, armerías, casas de remates y locales de venta de motos, autos, aviones y embarcaciones.
Para ese entonces nadie discutía que el modelo de concesiones del menemismo -iniciado por el peronismo en los noventa y prorrogado durante el macrismo, con cánones irrisorios a concesionarias vinculadas, en algunos casos, a figuras del PRO- estaba agotado, y todos coincidían en que había que darle un nuevo destino a esas tierras. La pregunta era: ¿qué modelo urbano se le quería dar a la costa ribereña?
En una recordada entrevista con Reynaldo Sietecase, Martín Lousteau -integrante de la alianza gobernante con su bloque Evolución- defendió la iniciativa oficial comparándola con Puerto Madero, asegurando que las familias hoy utilizan el barrio más joven y exclusivo de la ciudad “para pasear, para llevar a sus hijos”.
“Cuando escucho estos argumentos pienso en las chicas y los chicos de mi distrito, de la Villa 24 y de Zavaleta, y sé positivamente que ninguna de esas familias disfruta del ‘paseo’ por Puerto Madero, que ellos no pueden hacer picnic allí”, le respondió más tarde la docente Laura Pérez, vecina de la Comuna 4, en una de las veintinueve jornadas de audiencias públicas.
También resuenan las palabras de Francisco Liernur, decano fundador de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Torcuato Di Tella: “La circulación de público por los paseos durante el fin de semana no puede confundirse con un ‘uso público’ del lugar, cuando los programas edilicios están mayoritariamente dirigidos a cumplir expectativas de minorías de consumidores, y mientras ese ‘público’ se limite a mirar en los escaparates la buena vida de los otros”.
“El problema del gobierno es asociar vitalidad con consumo, pensar automáticamente que la forma de ‘revitalizar’ el área es meter un Starbucks o edificios de oficinas”, dijo María José Leveratto, integrante del Colectivo de Arquitectas que viene denunciando la desafectación sistemática de terrenos en manos del Estado. “Un parque público bien mantenido no debería tener problemas de seguridad. Se pueden pensar un montón de otros usos públicos para el parque, desde actividades sociales, culturales y hasta escolares”.
De Puerto Madero a Costa Salguero, pasando por Potsdamer Platz, el hilo conductor es la disputa por los usos del espacio público.
¿Qué tan públicas son las áreas entre viviendas “de categoría”? ¿No hay en nuestras ciudades espacios comunes colonizados por propietarios donde la seguridad privada termina arrogándose funciones de fuerza pública? La Plaza del Zorzal del Shopping Abasto o la plaza seca que quedó al interior del Distrito Arcos en Palermo (custodiados en el ingreso por vigiladores privados), ¿no prueban que existen espacios que en teoría son públicos pero que en la práctica uno sabe que “no son para uno”?
Pese a que el 98% de los 2.057 participantes de las audiencias se expresaron en contra del proyecto de Costa Salguero, la alianza oficialista apuró la aprobación definitiva antes del recambio legislativo. (Contó con el inestimable apoyo de Martín Ocampo, titular de la bancada del partido de Lousteau, que había votado a favor en primera lectura “para habilitar el debate” aunque después parece que el debate no le interesaba demasiado). Este año sus legisladores rechazaron la primera iniciativa popular en la historia de la Ciudad, que como alternativa planteaba darle un destino de parque público a la totalidad del predio.
A todo esto, en las audiencias se habían escuchado las voces de diferentes urbanistas, insospechados de kirchneristas o trotskistas, que aceptaban la idea de permitir constructividad en un sector del predio pero a condición de introducir algunos mecanismos de mixtura social, como alquileres por debajo del valor de mercado. Estas sugerencias también fueron ignoradas y el masterplan se aprobó tal como venía con alguna concesión menor en torno a la altura de los edificios.
Hoy el proyecto está frenado en la Justicia porque el gobierno porteño no cumplió con el procedimiento constitucional que corresponde a la venta de tierras públicas.
El universal
El derecho a la ciudad no se cumple cuando los nuevos desarrollos en Buenos Aires son “subastas al mejor postor” o cuando el gobierno de Madrid instala contenedores de lujo en los distritos ricos mientras la basura rebosa en los barrios pobres, como informó esta semana el diario El País.
No es un problema de recursos. Bogotá, capital de un país sumido en una guerra civil de baja intensidad, ofrece subsidios a los alquileres para familias de bajos ingresos con opción a compra y un programa llamado Manzanas del Cuidado que permite a las mujeres dejar a sus hijos a cargo de cuidadores mientras terminan el bachillerato o reciben atención psicológica y jurídica. Buenos Aires trata de tener algunas políticas en ese sentido, como las Estaciones Saludables o la cocina comunal del barrio Rodrigo Bueno, pero son programas mucho menos ambiciosos y no forman parte de los ejes del gobierno.
“La ciudad requiere no sólo la suma de infraestructuras, equipamientos y servicios, sino también la articulación y la universalidad de los mismos”, dijo Jordi Borja, uno de los grandes urbanistas de nuestro tiempo. “Los derechos ciudadanos son interdependientes: vivienda, transporte, acceso al trabajo y a los ingresos, la sanidad, la protección social, la educación, el espacio público, la convivencia, la seguridad… Y son, o deben ser, para todos los habitantes de la ciudad”.
En el discurso político y periodístico mainstream circula una narrativa, a esta altura, inobjetable: que muchos ciudadanos han abandonado los servicios públicos (salud, educación, transporte) porque no encuentran en ellos un mínimo de calidad o confiabilidad, lo que los obliga a recurrir a prestatarios privados.
La premisa tiene dos conclusiones lógicas: o terminamos de privatizar todo y que los pobres dependan de vouchers o de la caridad privada (entiendo que el grueso de los argentinos es contrario a esta idea), o nos dedicamos a mejorar los servicios públicos, con buena gestión y financiamiento adecuado a partir de un sistema tributario progresivo.
Si, como dice Borja, lo que se viene es un período desdemocratizador, las ciudades deberían apostar por lo segundo y desempeñar un rol clave en la lucha contra la segregación espacial y el desigual acceso a bienes urbanos. Menos shoppings, plazas enrejadas y arquitectura hostil y más deporte, teatro, ferias y juegos para chicos, combinado con programas de vivienda asequible y un transporte público de calidad.
Federico Poore – Cenital