LA ÓRBITA DE SPUTNIK

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El gobierno de Alberto Fernández acertó con la vacuna rusa gracias a una mirada pragmática y desideologizada de los avances científicos.

“He tomado la palabra para felicitar a Rusia por este éxito, es una buena noticia para toda la humanidad.” Josep Borrell, el alto representante para la política exterior europea, había viajado a Moscú en medio de una enorme tensión bilateral por el encarcelamiento del opositor Alexei Navalny y la expulsión de tres diplomáticos europeos. Se vio, sin embargo, casi obligado a reconocer el desarrollo del Instituto Gamaleya, una vacuna segura, eficaz y eficiente en el combate contra una pandemia que tiene en Europa uno de sus epicentros, con cierres y restricciones alterando la vida cotidiana,  contagios, internaciones y fallecimientos en niveles récord y muchas, muchas menos vacunas que las previstas en los contratos que se conocieron a finales del año pasado. 

La publicación de datos en la revista especializada The Lancet, una de las más importantes del mundo, con revisión de pares dio fin al escepticismo de la prensa y parte de la dirigencia occidental respecto del desarrollo de un gobierno al que por una parte, atribuyen una especie de omnipotencia que le permitiría torcer rumbos electorales y manipular a gusto a las poblaciones y que, al mismo tiempo, niegan capacidades de desarrollo científico con las que el país cuenta desde tiempos soviéticos. Una reticencia que se debe no sólo a la hostilidad con la que Rusia es narrada habitualmente por las élites de occidente sino a un marco de competencia despiadada entre países -y laboratorios- que se expresa a nivel productivo y geopolítico.

Puede fácilmente comprobarse en las declaraciones de Donald Trump sobre los desarrollos aprobados durante su gobierno, producidos por los laboratorios Pfizer y Moderna, los artículos que aparecen a diario en la prensa china o la propia decisión del gobierno ruso de dar una primera aprobación de la vacuna Sputnik V en agosto, aún en fase II, permitiendo mostrar su propio desarrollo como el primero en el mundo en obtener aprobación.

El avance de las vacunas a menos de un año de la aparición de una enfermedad nueva cuyos mecanismos, hasta el momento, ni siquiera terminan de conocerse, debería ser fuente de admiración respecto de las capacidades humanas, y dar pie a esfuerzos para hacer frente de forma efectiva a una pandemia que requiere una rápida inoculación de una porción sustancial de la humanidad. Sin embargo, en un mundo donde las desigualdades entre países son incluso más profundas que las que existen en el seno de las sociedades nacionales, ha primado la competencia y los intereses de cortísimo plazo allí donde incluso una racionalidad egoísta demandaría una respuesta cooperativa.

El gobierno argentino, en estas condiciones hostiles, tiene algunos logros que mostrar. La publicación de The Lancet termina de echar luz sobre un acierto que fue negado de forma sistemática desde que, en diciembre, arribaron al país las primeras dosis. Fuera de la esfera de influencia directa de la Federación Rusa, nuestro país fue el primero en apostar por la vacuna desarrollada por el Instituto Gamaleya. La apuesta, que le valió críticas furiosas desde vastos sectores de la oposición -con matices en cuanto al tono, siempre en algún lugar entre la “falta de rigurosidad de datos” declamada por el senador Lousteau y la denuncia por envenenamiento realizada por Elisa Carrió-, no fue guiada por preferencias ideológicas sino, justamente, por lo contrario.

Una mirada desprejuiciada sobre las vacunas que llevó al Presidente a poner atención en el desarrollo ruso desde el momento en que se anunció el final de la fase II, tal como lo había hecho, sin controversias esta vez, con la vacuna de Oxford/AstraZeneca, cuyo principio activo se produce en la Argentina para toda hispanoamérica. Técnicos de ANMAT verificaron la seguridad y eficacia de la vacuna mientras la secretaria de Acceso a la Salud, Carla Vizzotti, y la asesora presidencial Cecilia Nicolini encabezaron de forma reservada las negociaciones con las autoridades rusas. En tiempos en que se pierden los objetivos de las acciones gubernamentales, Argentina pudo vacunar, en un período de escasez global, a buena parte de su personal de salud -la primera línea del combate contra el virus- a partir de una respuesta rápida, apoyada también en la capacidad de los técnicos de su organismo evaluador.

Argentina, un país integrante del G-20, con amplia libertad de prensa, con una oposición activa y ruidosa, significaba también una valiosa vidriera para el Kremlin. La posibilidad de mostrar en la cancha que las críticas recibidas eran infundadas. Poco después de la decisión local y el comienzo de la vacunación masiva en el país, varios de los dirigentes más lúcidos del mundo desarrollado, como la alemana Angela Merkel, comenzaron el proceso para abrir sus propios países a la vacuna del instituto Gamaleya, ofreciendo ayuda para la aprobación de la Agencia Europea de Medicamentos, en un marco de preocupación por la severidad del brote en sus países, entregas irregulares de las vacunas originalmente apuntadas y, sobre todo, elementos de convicción sobre su seguridad y eficacia.

En adelante, la difícil tarea del Gobierno será asegurarse las dosis comprometidas de Sputnik V, así como de la de Oxford/AstraZeneca producidas en el país, y las que le correspondan por el mecanismo cooperativo global COVAX. El retraso de la Unión Europea respecto del Reino Unido y los Estados Unidos, por escasez de suministros, marca que no será una tarea fácil. La negociación para producir en el país también la vacuna rusa, así como la decisión de buscar más proveedores -con los desarrollos chinos como una posibilidad de refuerzo concreta- se inscribe en el combate a esa incertidumbre global. 

La publicación en The Lancet de los resultados de Sputnik V confirma al mundo datos que, a pesar de las declaraciones públicas malintencionadas que prosperaron en los últimos meses, las autoridades sanitarias argentinas ya habían comprobado. Es posible que las intrigas geopolíticas opositoras se trasladen de Moscú a Beijing si es que finalmente se confirma el éxito de la negociación para disponer de vacunas de ese origen. Como bien señala Zeynep Tufekcı, quizás la intelectual que mejor difundió la dinámica social del virus, el problema actual, en todo el mundo, no son los decimales de las pruebas de eficacia de la vacuna -todas mostraron seguridad y capacidad de prevenir internaciones graves y fallecimientos- sino la velocidad de vacunación.

Todas las vacunas sirven para frenar la propagación del virus, cuya evolución constituye una amenaza cierta y grave. Hay por delante dos grandes desafíos. Vacunar, cuanto antes y con lo que se disponga, mientras se continúa la acción a nivel internacional para que, como Argentina sostiene desde el comienzo de la pandemia, las vacunas se conviertan en un verdadero bien público global.

Cenital

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