El origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades
El 7 de marzo de 1936 William Shirer, corresponsal norteamericano en Berlín durante la ocupación de Renania, describe el comportamiento de los miembros del Reichstag alemán durante el discurso de Hitler:
Cuerpos pequeños con grandes cabezas, nucas abombadas, pelo corto, gruesas barrigas, uniformes marrones y botas pesadas […]. Se levantan del asiento, exultando y gritando. En la tribuna de invitados, la misma imagen, con excepción de algunos diplomáticos y nosotros, unos cincuenta corresponsales. Tienen las manos estiradas en servil homenaje, sus rostros están impregnados de histeria, sus bocas abiertas de par en par y gritando; sus ojos, ardientes de fanatismo, dirigidos al nuevo dios, al mesías. El mesías interpreta su papel de forma magnífica.
Las personas buscan la identificación con una figura que consideran poderosa. «Yo me someto sin más al señor Adolf Hitler», escribió Ernst Graf zu Reventlow. «Me había encontrado a mí mismo, a mi lider y mi deseo», así describía Kurt Lüdecke sus sensaciones al oír hablar a Hitler por primera vez en 1922. ¡Cuántos lo admiran en emocionada fe y lo ven como el auxiliador, el redentor, el que nos salvará de esta pena descomunal». Así se expresaba Luise Solmitz, una maestra, después de un discurso de Hitler en abril de 1932. Todos buscaban una identidad mediante la identificación, porque habían perdido lo que les era propio, enajenado a través de la identificación con un agresor o con agresores a una edad temprana. Esta identificación condena a las personas a buscar salvadores durante toda su vida porque la vergüenza de su propia alineación los hace sentir vacíos y despreciables. Este proceso nos indice a convertir en lider a una figura que es un don nadie y que precisamente por eso tiene que crearse un yo ficticio adoptando poses para mostrar fortaleza y fuerza de voluntad. A las personas como Hitler, los daños que en nuestra cultura comúnmente se ocasionan al yo infantil les dan la oportunidad de llegar a ser algo en la vida. Sin estos déficits de la masa el fenómeno Hitler —o Milošević— sería imposible. Personas con su yo autónomo, como por ejemplo Sebastian Haffner o Kurt Tucholsky, vieron a Hitler como lo que realmente era: un don nadie. Para poder evaluar correctamente a una persona como Hitler, debemos diferenciar entre las distintas formas que toma el desarrollo de la identidad, que puede llevar a la construcción de un núcleo interno o solamente a la formación de un sustituto del mismo. En este segundo caso, nos encontramos ante un conglomerado de poses y de identificaciones con figuras de autoridad que sirve para la negación del dolor, del sufrimiento y de la empatía.
Así pues, lo que es alarmante de Hitler no es tanto su psicopatología, como describió exhaustivamente Erich Fromm, sino el hecho de que muchas personas creyeron recuperar en él la parte extraviada de sí mismos. Este problema, independientemente de Hitler, sigue existiendo. Actualmente, personas que viven sin estar integradas porque no saben diferenciar entre el poder de la propia vida de fantasía y la realidad de sus circunstancias vitales, se convierten en portadores de esperanzas y ansias perdidas. Son personas sin contexto, sin relación con sus sentimientos, sin integración en relaciones reales, en los procesos sociales o en la continuidad de la historia. Su comportamiento está separado de todo ello, su punto de referencia es el de una vida de fantasía entregada a un poder masculino. Los seguidores de tales personas creen que en su rabia y su odio recuperarán las partes que se les extraviaron porque fueron oprimidos. La verdadera patología de este fenómeno está en la rabia que surgió de los problemas por las esperanzas frustradas y las necesidades de amor no satisfechas del niño. Como describe Rheingold, el deseo de amor, cada vez más reprimido, se transforma en una máscara bajo la cual acechan sentimientos de venganza. Al mismo tiempo, la parte que no experimentó amor degenera en un autoengaño que impide que el verdadero sentimiento, es decir, el odio, pueda expresarse directamente. «Encontrarse a uno mismo« mediante la identificación con estos líderes provoca que el odio se legitime como una forma de amor. Por amor a la patria se puede asesinar.
[…] La pregunta de quién fue Hitler solo se puede contestar en el contexto de sus seguidores, pues fueron ellos quienes lo convirtieron en el personaje que sigue ocupando hoy en día a los historiadores. Sin las interacciones entre él y sus seguidores, ese Hitler nunca habría existido. Solo a través de la integración en la estructura de las necesidades de la gente puede un hombre llegar a ser un Führer, un lider, que no estaba en condiciones ni de liderar ni de gobernar. Esto es lo verdaderamente paradójico: Hitler encarna el mundo irreal del posar, en el que la pose se confunde con la realidad, mediante lo cual se crean realidades que existen sin la responsabilidad de los actores. En esta circunstancia está también el significado profundo de la observación de Carl Amery de que Hitler fue un precursor de nuestro tiempo. Refleja a la perfección el mundo actual, donde la imagen ha sustituido a la realidad, y la pose a la responsabilidad.
[…] En el mundo moderno de los directivos no se trata de cometer asesinatos primitivos. Sin embargo, el asesinato del alma que se comete aquí es el mismo que en la época nazi. Eso opina Carl Amery al decir que Hitler es un precursor de nuestro tiempo. Quiere advertir de que actualmente la persona ideal se corresponde con la idealización de la inhumanidad, donde solo cuenta el éxito y la adaptación y en la que «el bolsita o el yuppi de los medios de comunicación […] se engancha en el parachoques de su Porsche Boxster el adhesivo “Vuestra pobreza me da asco”. La ambición de esas personas es la misma que la de Speer, Göring, Frank o Schneider/Schwerte.
(De Liliana López Foresi)