LA LEYENDA DEL FUTURO¿Cuándo vamos a reaccionar ante el retorno de la violencia política que Macri y Bullrich alientan?

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Cuando me siento a escribir —casi a diario porque es lo mío, la fórmula que me permite sentir y pensar mejor—, lo que me gusta hacer son dos cosas, nomás, y sólo dos: contar historias y, en su defecto, hablar sobre algo bello. Si no le estoy sacando punta a la imaginación, me encanta comunicar los deslumbramientos que van apareciendo en el camino: libros, películas, música, series, cómics. Porque imagino que existe alguien a quien esos descubrimientos lo inspirarían como a mí, y la idea de compartir esa pequeña felicidad me suena afrodisíaca. Leonardo Favio decía que no se puede ser feliz en soledad y yo comparto, pero agregaría a la idea la siguiente variante: si bien el disfrute del arte es individual, un proceso íntimo, cuando se lo comparte o experimenta en simultáneo con otros adquiere una dimensión extra — un espesor inesperado.

Digo esto porque necesito aclarar que a continuación voy a meterme en un tema del cual preferiría no hablar. En este momento, nada me gustaría más que contarles sobre alguna obra que me deslumbró, fundamentar por qué la encuentro valiosa, recomendar que no se la pierdan y decirles dónde dar con ella. De hecho me había puesto a escribir otra cosa, algo sobre uno de mis discos favoritos, que cumple 30 pirulos en estos días.

Pero no pude seguir. Difícil concentrarse en algún tipo de belleza cuando suena una alarma muy cerca y no se calla nunca. De esas ensordecedoras, como de autobomba. Que impide disfrutar de nada. Que dificulta dormir

No sé qué me perturba más. Si percibir que estamos al filo de un abismo como sociedad, o tener la sensación de que casi nadie se da cuenta. (La tercera opción sería dudar de mi racionalidad. Sin embargo no es algo que considere seriamente. He sufrido y hecho sufrir mucho, sé lo que es la angustia, pero estoy convencido de mi cordura, en los términos relativos que corresponden. Y además no dudaría de mi racionalidad porque ya he sentido cosas parecidas y lamentablemente no me equivoqué. Ojalá me equivoque ahora, sería muy feliz si así fuese. Pero la experiencia me enseñó a confiar en este instinto mío, en esta suerte de sexto sentido.)

Semanas atrás un grupo de marginales guiados por manos negras trató de matar, en la puerta de su casa, a la figura más relevante de la historia argentina actual. Acá no importa si ustedes la aman, la odian, les fastidia o les es irrelevante. Objetivamente, el asesinato de Cristina habría generado un terremoto en la sociedad. Hubiese sido un parteaguas catastrófico, el equivalente a las grandes tragedias que ya hemos vivido o de tragedias que hoy suenan impensables, como padecer un tsunami o ser invadidos por potencias extranjeras. Créanme que no exagero. Aunque haya quienes minimicen la cosa, para millones de argentinas y argentinos Cristina es mucho más que una líder política o una funcionaria del más alto nivel. Es el símbolo de una larga historia de reivindicaciones sociales. El recuerdo vivo de tiempos felices, todavía cercanos. El epicentro de un culto de amor. (Porque esa gente la ama posta, vibra con ella: lo he comprobado en todo el país.) Y la corporización de gran parte de sus esperanzas.

Matarla sería como asesinar al Diego: una desgracia nacional. Y en algún sentido sería más grave, porque al Diego sólo podía haberlo asesinado un loquito suelto, ávido de notoriedad a cualquier precio. Pero asesinar a Cristina sería un acto político expreso, mediante el cual todos esos millones de argentinas y argentinos entenderían que se les está diciendo: No, tu historia no tiene futuro; no, tus esperanzas ya no corren. Estás solo. Estás inerme. Ya no existe la que se jugaba por ustedes, plantando cara a esos muñecos que se creen Dios. (Muñecos patriarcales y racistas, dicho sea de paso.) Ahora bajá la cabeza y hacé lo que se te ordena, sin chistar.

Pero también hay que tener en cuenta que, muerta de manera violenta, Cristina se convertiría en mártir, y en una causa en sí misma. Cohesionaría a quienes la aman y sumaría simpatías nuevas: si antes luchábamos por nuestros destinos, ahora lucharíamos también por ella, en su nombre, para hacerle justicia. Si ante la amenaza de los jueces de esta Corte de revisar las condenas a los genocidas salió a la calle la gente que salió, en el país todo; y si el 2 de septiembre se manifestó esa multitud a pesar de que Cristina había salido ilesa, ¿se imaginan lo que pasaría si es víctima de un crimen? ¿Qué créen, que la gente se limitaría a llorar y se sometería al látigo neoliberal? ¿No es obvio que la violencia detonaría como si hubiesen esparcido pólvora por el país todo, empezando por el enfrentamiento entre quienes celebrarían la muerte y aquellos que no tolerarían la burla, la injusticia y el dolor? Quienes justifiquen el ataque, ¿piensan que no pagarían precio alguno por encender la mecha? Pagarían como poco un precio político, porque las imágenes de la sangre vertida y la pena del pueblo conmoverían incluso a quienes Cristina no les movía un pelo.

Pero paremos acá, si les parece. Asumamos las dudas que alguien pueda tener respecto de la veracidad del atentado, de las consecuencias que yo creo que hubiese tenido. Concedamos, a fin de argumentar sin ventajas de partida, que todo eso podría entrar dentro del terreno de lo especulativo. Hablemos, entonces, de dos hechos certificados, comprobables. Me refiero a la negativa de la presidenta del principal partido de la oposición, Patricia Bullrich, a condenar la agresión. Y en segundo término, a la entrevista que Macri concedió a La Nación + el domingo pasado, donde dijo que lo que él llama «el liderazgo», debería bancarse las consecuencias de un ajuste, aunque eso suponga que habrá muertos. Sobre esto nadie discutirá que no ocurrió, ¿no es verdad? ¿Coincidimos en que Bullrich no dijo lo que debía decir y que Macri dijo lo que dijo?

Que la presidenta del PRO no haya expresado su repudio es un hecho político grave. En cualquier país del orbe que no esté regido por una dictadura, ante una situación similar los referentes de todo el arco político se solidarizan, haciendo causa común contra la violencia. Lo hacen por responsabilidad institucional, aun cuando alguno pudiese albergar sospechas o celebrar por dentro: porque callar en esa circunstancia no dice nada respecto de la víctima, pero sí dice mucho respecto de quien calla. Hasta el energúmeno de Trump se dio cuenta, cuando salió a despegarse de los que el 6 de enero del ’21 atacaron el Capitolio… ¡aun cuando fue él quien los convocó al asalto!

El silencio de Bullrich es escandaloso. Porque poco o nada expresa respecto de las sospechas sobre la veracidad del hecho, pero si la conspiración se confirma —de lo cual parece haber pruebas sobradas, aunque sigamos en las sombras respecto de la autoría intelectual y la financiación— lo que ese silencio dice, lo que grita, es que Bullrich se niega a condenar a los violentos y que de ese modo, por omisión, avala la violencia.

¿Acaso no matan a los caballos gremialistas?

El otro hecho comprobado es todavía más grave. Macri fue al canal de cable que todos creemos que es de él (¡hasta los suyos están convencidos de eso!) y se sentó ante un conductor de los que siempre juega en su favor. Señalo esto para que quede claro que Macri eligió ir porque lo consideró conveniente, y que nadie lo forzó a hablar de lo que no quería. Fue allí a decir lo que sentía que debía decir, como entendía que debía decirlo.

Macri describía con enjundia el tenor del ajuste que considera que hay que hacer —mandibuleando siempre, desplegando gestos violentos—, cuando el conductor le aclaró:

—Esto que usted plantea genera mucha gente en la calle, fuerzas de seguridad y, perdón, eventualmente muertos… ¿Se los bancan?

A lo cual Macri respondió, sin vacilar:

—El liderazgo tiene que bancárselo. Tiene que bancarse lo que venga.

En esa instancia el conductor percibió la demasía de lo que Macri acababa de afirmar, y quiso darle posibilidad de rectificarse:

—¿El liderazgo se tiene que bancar los muertos también, si sucede?

Macri intentó dibujarla, pero del modo menos convincente:

—Eh, no… Bueno, digamos… No debería haber muertos, debería haber un debate serio de ideas.

Debería, dijo. Expresión del terreno de lo ideal. Cosa que él tiene claro que no ocurrirá.

Debate serio, dijo. La clase de gimnasia en la cual su fuerza política, y particularmente él, no han mostrado nunca interés alguno.

Combinados, el silencio de Bullrich y el sincericidio de Macri constituyen hechos cuya transgresión es imposible exagerar. Que además se articulan con el atentado, aunque desde el PRO insistan en dudar de su verdad; las tres noticias funcionan en la misma dirección, construyen exactamente el mismo sentido. Y coinciden con el trabajo de zapa que los mismos sectores políticos vienen realizando desde hace años: lo que hoy podemos llamar ya violencia mediática, con pruebas sobradas que justificarían la denominación; lo que hoy debemos llamar violencia judicial, a partir de un rosario de arbitrariedades que a esta altura no tienen cómo disimular. Tanto el intento de homicidio, como el consentimiento tácito de Bullrich y las consideraciones de Macri sobre las características del «liderazgo» que reclama, articulan un solo discurso. Anuncian una única realidad común, que vertebra un mismo plan, una misma intención: la de propiciar el retorno de la violencia política a la sociedad argentina.

Lo que Macri dijo con claridad es que, en caso de imponerse su partido en el año 2023, la violencia estatal formará parte del menú de las atribuciones que se arrogará. Puedo ponerlo más claro, si quieren. Desde esa tribuna amiga, y hablando para su público, lo que Macri dijo fue que no dudará en reprimir. Con lo cual introdujo un elemento en su plataforma política que antes no estaba allí, por lo menos de forma expresa. Le dijo a sus votantes que esta vez está dispuesto a hacer lo que haya que hacer para cimentar su proyecto, lo cual incluye el camino de la violencia estatal. Y por favor, no pretendan que estoy leyendo en sus palabras cosas que no están allí. No olviden que es el mismo tipo que ante la pandemia dijo: «Que mueran los que tengan que morir». No olviden que es el mismo tipo que dijo: «Si me pongo loco, les puedo hacer mucho daño». No olviden que todo el lenguaje del Macri de ese domingo —no sólo el gestual, sino el literal— estuvo cargado de violencias. Habló de «desaparecer» Aerolíneas, habló de «acabar» con lo que llamó «el bloqueo de los gremios». (Por lo menos se midió un poco esta vez y dijo «el bloqueo de» en vez de reclamar directamente el fin de los gremios. Debe haber quedado escaldado después de esa otra declaración reciente, donde sugirió que con los gremialistas había que hacer lo mismo que se hace con los caballos con lesiones incurables: «Sacrificarlos con el menor sufrimiento posible».)

Macri: sacrificando gremialistas «por su bien».

¿Qué más debe hacer Macri para que tomemos en serio su plan, para que entendamos que se trata de una promesa que arde por cumplir? ¿Mirar a cámara y decir directamente que va a matar a quien le joda más y a quien le joda menos lo va a meter preso? Ya lo está diciendo, con toda la sutileza de que es capaz — que, como lo ha probado en múltiples ocasiones, no es mucha. Y que nadie dude de que es capaz de hacer lo que promete. ¿O no vimos ya el festival de espionaje ilegal que desató sobre propios y ajenos, la impunidad con que reprimió durante su gobierno, la frialdad con que hizo echar, juzgar o encarcelar a gente porque le convenía, nomás? ¿Hasta cuándo seguiremos fingiendo que no pasa nada, que esto forma parte de la normalidad anormal que es tradición en nuestra sociedad?

Lo de ese domingo es catastrófico porque reintroduce en el juego electoral un elemento que desde el ’83 habíamos desterrado: la violencia. A las tradicionales promesas de campaña —voy a hacer tal cosa en economía, voy a hacer tal otra en materia de jubilaciones—, Macri le sumó la promesa de la represión. Con lo cual convirtió la violencia en un elemento proselitista. A partir de ahora, habrá gente que decidirá votar la fórmula del macrismo porque quiere que haya represión, porque esa promesa la entusiasma, porque la idea de ver correr la sangre de aquellos a quienes detesta le hace brillar los ojitos. Lo cual significa que Macri y también Bullrich, que sigue actuando como si el atentado no revistiese gravedad institucional, están colando por la ventana un elemento que los argentinos habíamos expulsado a conciencia, como corolario de un período histórico que no queríamos que se repitiese. Ese elemento, al que le dijimos nunca más en el ’83 y seguimos repudiando, es la violencia política.

Cuando leés las cosas que dicen los pendejos que de un modo u otro formaron parte de la conspiración, salta a la vista que no saben de qué hablan. Todo ese cacareo que asimila el asesinato de Cristina a la liberación de la Patria, o la idea de que si Videla se presentase a elecciones lo votarían con ganas, desnuda su juventud, el hecho de que por la edad que tienen no han vivido nunca bajo una dictadura, no saben cómo es la vida cotidiana en esas circunstancias. Juegan con un fuego —algo delicadísimo, por cierto— que desconocen. Para ellos tiene la misma entidad de un videogame cuyo héroe es un villano cool. Pero los que tenemos unos años más no olvidamos lo que significa vivir bajo un régimen represivo. Y por eso entendemos que, una vez que se abre la temporada de cacería —y la agresión a Cristina agitó una espectacular bandera de largada—, ya no hay forma de controlar lo que ocurrirá. Cuando la violencia se convierte en una herramienta más de la disputa política la cosa se desmadra, corre sangre en todos los bandos y el ciudadano común ya no sabe si volverá a casa en la noche y qué suerte correrá su hija o hijo en la calle, en un colectivo o en un bar.

¿Es eso lo que queremos? ¿Es lo que estamos dispuestos a aceptar, desde que seguimos sin descruzar los brazos? ¿Me explican por qué no salió todavía el entero arco político, gremial, social, cultural y religioso a subrayar que la violencia no puede ser parte de una campaña proselitista, que en la Argentina democrática todas las plataformas partidarias deben rechazar la violencia bajo pena de expulsión de la contienda electoral? ¿O acaso existe algún párrafo de la Constitución del cual se desprenda que en las elecciones es lícito votar a violentos? ¿Cuándo vamos a reaccionar ante lo que debería horrorizarnos a todos, sin excepción ideológica?

¿Vamos a reaccionar?

Tomar el tiempo

En estos días estuve leyendo sobre la nueva obra del documentalista Ken Burns. Se llama Los Estados Unidos y el Holocausto, la co-dirigió con Lynn Novick y Sarah Botstein y fue producida y estrenada por el canal público PBS, con el cual Burns lleva una larga y fructífera relación. Contrariamente a lo que uno imagina cuando oye el título, el documental no se concentra en lo que hicieron los Estados Unidos para poner fin al horror nazi y rescatar a sus víctimas, sino en todo aquello que pudieron haber hecho y no hicieron para salvar a más ciudadanos judíos. Lo cual suena especulativo pero tiene ribetes concretos, como el caso del navío St. Louis que transportaba a 937 refugiados a los que se les negó la entrada a suelo americano en 1939 y fueron reenviados a Alemania, con las consecuencias imaginables. E incluso concierne al caso cargado de simbolismo de la familia de Ana Frank, que se instaló en Amsterdam esperando la luz verde para emigrar a América y terminó muriendo a manos de los nazis porque el permiso de inmigración nunca llegó. «Constantemente —dice el periodista Daniel Fienberg—, el documental aclara que el conocimiento necesario para mitigar partes de la tragedia (judía) estaba disponible, y que fue ignorado o tratado con incredulidad».

Burns va mucho más allá. Recuerda que el racismo de la sociedad estadounidense a comienzos del siglo pasado fue parte de lo que inspiró a Hitler a hacer lo que hizo. Los consejeros de Hitler estudiaron la segregación del sur del país en busca de métodos para lidiar con la ciudadanía de origen judío. Para los nazis, el supremacismo de los Estados Unidos era un modelo a imitar y superar. En paralelo con el ascenso del nazismo, el aislacionismo de los Estados Unidos en materia de inmigrantes era una fuerza política de peso, con la que Roosevelt debió lidiar mientras intentaba ganar la guerra. (El historiador Peter Hayes aparece diciendo: «La exclusión de los extranjeros, la tendencia a cerrar las fronteras para que no entren, es tan americana como el apple pie«.) Burns tampoco se priva de trazar paralelos entre el racismo histórico y el nazismo made in USA de los años ’30 —que tuvo como líder a una figura popularísima, el aviador Charles Lindbergh—, y el fascismo contemporáneo, con el asalto al Capitolio como ejemplo. ¿Acaso alguien cree que fue casualidad que Trump adoptase como slogan el mismo que Lindbergh usó a comienzos del siglo XX: Primero América (America First)?

Me pregunto si un documental o estudio semejante sería factible acá, hablando de lo que podría haberse hecho para frenar o morigerar el genocidio de los ’70 y no se hizo. (Tal vez exista ya y no me he enterado. En ese caso, agradecería el dato.) Porque sin duda la red de la relectura histórica recogería infinidad de signos de lo que iba a ocurrir, que definitivamente fueron ignorados; y también pruebas de que la información necesaria estaba disponible, para quien quisiera verla o entenderla. La Carta de un escritor a la Junta Militar que firmó Walsh es un ejemplo. Si en aquel tiempo sin celulares ni computadoras un tipo describió lo que estaba ocurriendo desde la clandestinidad, con hondura y precisión, cualquier otro periodista de los que todavía se movían por la superficie podía acceder a esos datos. El tema es que no sólo ve quien está dotado de vista: ve quien sabe, y quiere, ver.

En la previa de regímenes atroces suelen combinarse los efectos de la inercia —porque las cosas van cambiando incrementalmente y uno se acostumbra a ellas en la carrera, naturalizan lo impensable— y de la negativa a considerar que lo que se imagina imposible, o al menos improbable, puede hacerse realidad. Cuando sobrevinieron los ’70 ya habíamos conocido un montón de dictaduras, todas eran más o menos iguales y, disgusto más o menos, seguíamos viviendo sin grandes sobresaltos. Por eso ni se nos cruzó por la mente —al menos a mí, que por entonces era un crío— que la del ’76 sería tan monstruosa, tan extrema, tan diferente a sus predecesoras.

Me pregunto si hoy estamos viviendo un momento semejante. Porque veo signos de alarma por todos lados y reacción nula, o cercana a cero. Esta gente toquetea la línea que trazamos en el ’83, la zarandea, amaga a moverla delante de nuestros ojos y se caga de risa porque no atinamos ni a farfullar una protesta. Y al mismo tiempo, la imagen patética de Macri —que inspira muchas cosas, menos la sensación de estar imbuido de autoridad— relativiza la idea de que pueda dar rienda suelta a la violencia. ¿Cómo formularía orden alguna, si no es capaz de terminar una frase sin furciar? Pero su misma condición de uomo ridicolo constituye un peligro, porque ayuda a que no lo veamos venir, a que no terminemos de tomárnoslo en serio aun cuando ha demostrado que nada se toma más en serio que su propia voluntad. ¿O acaso piensan que no hará rodar cabezas tan sólo porque no viste uniforme sino camperitas North Face? Todo lo que necesita es generar un mínimo consenso para reprimir y entonces actuar rápido. De modo que nadie alcance a articular una respuesta organizada. De modo que no quede otra que aceptar el fait accompli.

Mi sensación actual es de un gran desasosiego. Al tirar la ficha de la violencia sobre el paño, esta gente está empiojando el proceso electoral que empezará en breve. Desde que alguien acometió la desmesura de atacar a la Dama, cualquier otra pieza del tablero político se convierte en blanco posible de una agresión. ¿Quién sabe de qué aberraciones seremos testigos en el año y pico que tenemos por delante? Y a la vez, no veo reacciones adecuadas ni con el timing que sería requerido. Parte de nuestra dirigencia —aquella que debería representarnos, producir el diagnóstico y conducir la reacción popular— está más perdida que gaviota en Bolivia. Y la mayoría del pueblo sigue en la suya como si nada gravísimo pudiese ocurrir, sobrepasada por lo ya grave que le ocurre a diario en la lucha por la supervivencia. Me siento como el que advierte sobre una colisión inminente y no consigue que nadie repare en sus señas y gritos desesperados. Es desolador, se los juro.

Pero al mismo tiempo tengo otra intuición fuerte, de sentido (en apariencia) contrario. Porque así como no descreo de las intenciones del macrismo, tampoco dudo de esto otro que paso a explicar.

Si me preguntan, yo juraría que nuestra sociedad no abjuró de una de sus convicciones más profundas, forjada en el dolor de la dictadura y su período post. Creo sinceramente que no hay margen alguno para la aceptación del retorno de la violencia a nuestras vidas. Si algo demostró la manifestación del 2×1, es que la línea consolidada por el proceso de Memoria, Verdad y Justicia no se desplazó a pesar de los empujones que le pegaron y le pegan. Yo estoy convencido de que el pueblo argentino no quiere codearse nuevamente con asesinos. De que la idea de que existan violentos que circulen por las mismas calles que usan nuestros hijos sigue pareciéndole intolerable. De que podría convivir (mal, pero puede) con la incertidumbre económica, pero no se bancaría convivir con la incertidumbre que la violencia introduciría en sus vidas. Y a la vez entiendo que las apariencias sugieren lo contrario, porque estamos rodeados por gente que grita a toda hora el daño que desea hacernos, que gesticula y amenaza… y nosotros, ni mu.

Insisto: sé que no le abriremos cancha a la violencia física, que de ser necesario pararemos el país hasta que los violentos entiendan que no tienen cabida. Lo único que deseo es que el pueblo esté a la altura de su historia y de la circunstancia y que no sea necesario que corra sangre para que recién entonces reaccione y se plante. El momento para reaccionar es ahora, y no el que sucede al hecho violento irreversible. Ese momento ya no sería el momento. Ese momento sería tarde.

Hay un tiempo para cada cosa. Y este es el tiempo para que expresemos el nunca más del pueblo argentino ante la violencia en todas sus formas. Un pronunciamiento tajante, innegociable, porque forma parte de lo que consideramos nuestra esencia como sociedad. Y una vez que ese tiempo haya llegado a fruición, una vez que se haya consumado y dejemos en claro que no está el horno para bollos, volverá el tiempo de imaginar y deleitarnos con las cosas bellas de la vida.

Eso es lo que sentimos y pensamos aquellos que, como el colono virtual de Último bondi a Finisterre, creemos todavía en la leyenda del futuro.

Marcelo Figueras – El Cohete a la Luna

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