Traen dólares pero empujan al alza los precios de alquileres y los restaurantes. ¿Cuánto los queremos realmente? Apuntes para una política inteligente sostenida en el tiempo.
“Cuándo abran el turismo del exterior va a haber que regular cosas como el derecho de pernada”.
Corría septiembre de 2020 y la humorada en Twitter del escritor Mariano Canal conectaba con una fibra sensible en un país reventado, que venía de dos devaluaciones y con el blue por las nubes.
La pandemia fue cediendo (no así el blue por las nubes) y el turismo internacional regresó con fuerza a nuestras ciudades: colombianos en la calle Florida, brasileños en Cerro Castor, franceses en Salta, todos haciendo fila para comer un bife de chorizo en Don Julio. Caros en pesos pero regalados en dólares, los mejores restaurantes, las ubicaciones privilegiadas en recitales, la primera fila frente a las bellezas naturales de la Patagonia están desde hace tiempo en manos de los turistas del exterior.
De entrada aclaro: esta descripción impresionista no es la antesala de una columna nacionalista al estilo “Vivir con lo nuestro”. Lejos de suponernos un perjuicio, el fenómeno del turismo internacional es una gran oportunidad para las ciudades argentinas, aunque necesita políticas conscientes que lo orienten hacia sus objetivos económicos de largo plazo.
¿Por qué digo esto? Las razones son muchas pero la principal se resume en una idea que leí en un artículo reciente de Curbed. La nota discutía la figura de Dan Doctoroff, subalcalde de desarrollo económico en Nueva York entre 2002 y 2007, y el discurso de sus críticos de que tanto Doctoroff como el alcalde Michael Bloomberg estaban construyendo “una ciudad para los turistas” desatendiendo a la población local.
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Frente a este argumento, una respuesta contundente del desarrollador Jed Walentas: “¿Qué es el turismo? Es gente que trabaja 50 semanas al año, mete todo su dinero en una bolsa, viene aquí y lo tira al aire. Luego se van a casa sin usar la asistencia médica ni los servicios educativos. Es el mayor retorno de inversión que uno podría pedir”.
Pero el hecho de que los beneficios superen a los costos no quiere decir que tengamos que entregarle las llaves de las ciudades a los turistas ni que haya que orientar el desarrollo urbano directamente en función de sus intereses (como cuando el diario La Nación le preguntó a Jorge Macri cuál era la medida más urgente para la educación pública y el candidato respondió que implementar “cursos intensivos de inglés porque queremos que todos los camareros, la gente que trabaja en hospitalidad, los taxistas y los policías sepan 60 o 70 frases para hacer sentir al turista como en casa”).
El flujo de turistas a una ciudad puede derivar en la sobrecarga de infraestructuras (en especial problemas de congestión), la destrucción del patrimonio o el aumento de los costos de vida, tal como lo prueba el tan discutido fenómeno Airbnb. Venecia recibe 19 millones de turistas al año, casi todos apretujados en los ocho kilómetros cuadrados de su centro storico. La llegada masiva de cruceros con hordas de viajeros cargando sus selfie sticks y dejando a su paso toneladas de basura obligó a la ciudad a imponer un impuesto de estancia para los visitantes de un día y, aún así, hace unas semanas la UNESCO propuso situar a la ciudad adriática en la lista de patrimonio en peligro.
El tema es que Buenos Aires no es Venecia ni corre riesgo de serlo, al menos en los próximos años. Parados en otro momento de la escala del turismo masivo, nuestro desafío consiste en incrementar esta fuente de divisas sin dejar de atender las externalidades causadas por la actividad. Para eso hay que entender quiénes nos visitan y quiénes podrían empezar a hacerlo.
Medio millón por mes
Según datos del INDEC, en junio de este año ingresaron al país 420 mil turistas, un 76% más que en el mismo período de 2022. Son estadías relativamente largas -un promedio de 13 noches- y uno de cada tres viajeros se alojan en hoteles 4 y 5 estrellas.
“La industria se está equiparando a los niveles previos a la pandemia”, me explicó Alejandro Herrasti, director de Aéreos de Despegar para Argentina y Uruguay. “Comenzando con el mercado doméstico y luego con el regional y el internacional, el turismo está viviendo un momento de crecimiento importante”.
El ranking de visitantes lo encabezan los brasileños (72% del total de turistas extranjeros, con un fuerte interés en Bariloche y Mendoza), seguidos por los chilenos, uruguayos, colombianos y mexicanos.
“Entre los perfiles que más encontramos, se encuentran aquellos turistas que prefieren los viajes al aire libre, que priorizan el bienestar y el contacto con la naturaleza. Bariloche, Iguazú, Ushuaia y Mendoza encabezan el ranking de los destinos nacionales más buscados debido justamente a sus paisajes naturales”, dijo Herrasti.
Para tener una imagen más acabada de este potencial hablé con Hernán Vanoli, el director de la agencia oficial de turismo Visit Argentina.
“Argentina está pasando por un momento récord de ingreso de turistas, y eso que la industria aeronáutica comercial no termina de recuperarse y la cantidad de vuelos receptivos aún no alcanza a los que había antes de la pandemia. Por eso, y con ese parámetro, estamos atravesando una época de oro. La tasa de ocupación de extranjeros en cada avión que llega está en sus picos”, dijo Vanoli.
El funcionario coincidió con la apreciación del perfil de visitantes, aunque sumó Estados Unidos, España y Francia a otros mercados destacados: “China tuvo un bajón inicial por restricciones que se prolongaron y conectividad que se perdió, pero está repuntando y tiene muchísimo potencial para crecer, y Argentina está en la lista de los países recomendados para los viajeros chinos” (un listado que hasta marzo de este año integraban apenas veinte países).
El furor global causado por Lionel Messi y la Scaloneta, que terminó con la reapertura de la Embajada argentina en Bangladesh y la promesa de mayor cooperación en el ámbito deportivo, es apenas una postal de esta potencialidad.
La importancia de que ingresen divisas por esta vía es imposible de soslayar: en julio, Argentina tuvo un déficit comercial de 649 millones de dólares, el sexto de siete meses con saldo negativo, mientras que el impacto económico de la llegada de visitantes internacionales se calcula en 3.400 millones de dólares al año.
Sobre oportunidades desaprovechadas hay mucho por discutir: una marca país que se cambió demasiadas veces en los últimos veinte años, escaso impulso a la Malbec diplomacy y un trabajo al que por momentos le falta coherencia y consistencia en el tiempo para lograr que el mundo asocie a nuestro país con las imágenes que queremos representar. Pero dado que el foco de esta columna son las ciudades vamos a centrarnos en una de las estrategias locales para la actividad.
Un juego de suma cero
Buenos Aires, puerta de ingreso casi obligada del viajero internacional, es uno de los principales destinos turísticos de América Latina. Pero su plan de posicionamiento internacional tiene mucho por mejorar.
Durante la gestión de Horacio Rodríguez Larreta, el gobierno porteño desarrolló su propia Estrategia de Proyección Internacional. Allí se describe a Buenos Aires como “una gran ciudad para visitar, estudiar y hacer negocios” a partir de rankings legitimados por consultoras y organismos internacionales: la Subsecretaría de Relaciones Internacionales e Institucionales gusta de recordar que la capital argentina es la “tercera ciudad creativa en el mundo” para la Unesco y que está en el top 10 de ciudades LGBT-Friendly (“la única en Latam”), citando como fuente a unos tales British LGBT Awards creados por un banco comercial británico.
La estrategia porteña se parece a la de ciudades como Bogotá y Medellín, las cuales “han tomado la tendencia global de la instrumentalización de la cultura en el planeamiento urbano, la han adaptado con retóricas propias y diversas, aunque con prácticas más bien estandarizadas que ahora se reproducen y amplían en otros contextos”, según explica este paper.
Para Neil Brenner, profesor de teoría urbana de Harvard, el problema con este tipo de estrategias estandarizadas es que su efectividad “decae aceleradamente al generalizarse a lo largo de todo el sistema urbano mundial”, resultando en un juego de suma cero.
Veamos. La narrativa oficial hace referencia al hecho de que Buenos Aires es “una de las ciudades con mayor cantidad de teatros del mundo” al tiempo que resalta que alberga a “más de 50 colectividades” y que “un 13 por ciento de la población actual de Buenos Aires nació en el extranjero”. Se hace hincapié en su carácter gay-friendly, recordando que fue la primera ciudad de la región “en reconocer legalmente la unión civil entre parejas independientemente de su género u orientación sexual” y que hoy es “la capital de un país que reconoce el derecho al matrimonio igualitario, a la adopción por parte de parejas del mismo sexo y a la identidad de género”.
En un sentido similar, y en un artículo publicado en Revista de Urbanismo, Luciana Mabel Rodríguez analizó el rol que fueron adquiriendo los festivales y eventos como medios para el desarrollo de un “turismo creativo” en Buenos Aires.
Rodríguez estudió 35 “productos” promocionados en el sitio oficial de turismo de la Ciudad y encontró que la mayor parte de las propuestas estaban acompañadas de shows artísticos, competencias y puestos gastronómicos, generalmente foodtrucks. “De esta manera, aunque en general no exigen el pago de entrada, estas actividades obligan a alguna forma de consumo pago para la permanencia”, dijo la especialista.
Su relevamiento muestra también una diferenciación geográfica interesante: mientras que el grueso de los eventos gastronómicos se ubicaron al norte de la ciudad -reforzando la mayor valorización inmobiliaria preexistente-, las propuestas artísticas y culturales impulsadas por el sector público penetraron en el suroeste.
La proliferación de festivales -eventos temáticos que suelen desarrollarse en diversas sedes en simultáneo- es acaso otro ejemplo de un formato importado mediante el cual las ciudades buscan ofrecer vivencias extraordinarias que puedan tener un significado simbólico que luego se asociará con el lugar. Y vaya si la ciudad los abrazó con entusiasmo, como recordó Mariano Llinás.
“Por un lado, en un mundo dominado por la incipiente noción de ‘industria cultural’, que prefería lo visible por encima de lo eficaz, los festivales se volvieron una manera fácil de sacarle dinero al Estado. Un festival, que llama la atención, que mueve gente, que implica comercio y visibilidad, tiende a parecerle bien a todo el mundo”, dijo el director de Historias extraordinarias.
¿Es esta la única especificidad de una Buenos Aires abierta al mundo? ¿Qué ocurrirá cuando ciudades comparables, de la región o de otros países de ingreso medio imiten algunas de estas características? ¿Por qué se sugiere pero nunca se institucionaliza la idea de que Buenos Aires es “la capital cultural de América Latina”? ¿Alcanzará “la calidez de sus habitantes” para que turistas y estudiantes la sigan eligiendo?
Estas preguntas son apenas un llamado al sentido crítico y a evitar la actitud mimética. De mínima, replantearse la lógica instagrammer que te hace poner los mismos letreros gigantes de ciudad con fines promocionales (leído al pasar: “una capital de la nación no puede tener cartelito de letras como si fuera la bienvenida de Las Toninas”) o la tribuna “panorámica” de Diagonal Norte, como en Times Square pero enrejada y montada sobre una dependencia policial.
Algo distinto
Hay señales de que es posible –y deseable– pensar una estrategia más singular de desarrollo y de promoción para Buenos Aires, teniendo en cuenta lo que la vuelve única y sin caer en el exotismo. Por ejemplo, esta serie sobre circuitos al aire libre en barrios porteños, un trabajo muy bueno -aunque menos difundido- que proyecta recorridos por Chacarita, Caballito, Mataderos o los barrios coreanos de Flores y Floresta. Uno se pregunta por qué no hay más propuestas de este estilo, luego cae en la cuenta de que el actual titular del Ente de Turismo de CABA es candidato a intendente en Hurlingham.
Lo mismo puede decirse de otras ciudades argentinas, que más allá de las necesarias inversiones en infraestructura -mejores hoteles, mayor conectividad aérea- podrían trabajar mejor una narrativa que las posicione a nivel internacional. Algo de esto hizo Mendoza con los vinos y la gastronomía (como uno de los dos lugares del país seleccionados recientemente para ser evaluados por la Guía Michelin) o Ushuaia con su idea de “ciudad del fin del mundo”, una expresión elegíaca que invoca exploración y aventuras.
¿Cómo y quiénes deberían trazar esta estrategia? ¿Qué alianzas podrían sellarse con otras ciudades? Una vez atraídas estas personas, ¿qué reglas mínimas ordenan la actividad turística, garantizando igualdad ante la ley entre la oferta hotelera y el fenómeno del alquiler temporario? Lo recaudado en concepto de las tasas turísticas o derechos de uso urbano, ¿tienen como destino mejorar la señalización, reforzar el mantenimiento de los espacios públicos y garantizar la limpieza de la ciudad… o se usa para hacer más promoción?
Algunas preguntas más para abordar el tema.
Posdata de coyuntura
Este mes estuve leyendo Branding the Nation: The Global Business of National Identity, un libro de la canadiense Melissa Aronczyk que analiza la forma en la que los países y ciudades trabajan sobre su imagen pública. La autora analiza de manera crítica los procesos de marketing territorial y por eso no me sorprendió su respuesta cuando la consulté por los desafíos que enfrenta la Argentina.
“Muchos países buscan inversiones internacionales en forma de dólares del turismo, inversión extranjera directa, estudiantes internacionales. Pero esto no es posible si los países no se ocupan también de sus ciudadanos mediante políticas sensatas y justas”, dijo.
Por si hace falta, Aronczyk recuerda que problemas como la recesión y la inflación no van a resolverse con políticas de branding: “Los consumidores no operan de manera aislada: si consideran que el país no es estable políticamente, no vendrán como turistas”.
Acaso una nota al pie a la delicada coyuntura que atravesamos y un friendly reminder de que cualquier estrategia (en este caso, turística) debe ser coherente, trascender los gobiernos y evitar ser tomada como el gran negocio que nos va a salvar.
Cenital